Tres fueron los factores determinantes por los que los aduaneros revisaran con lupa mis papeles: ser meteco –extranjero que carecía de todo derecho en aquel país que proclamaba tantas libertades–, ser enano –no superaba los 90 centímetros– y no disponer de suficiente pasta –tenía lo justo para ir tirando–. Además, era feo –mi cara había sido desfigurada por un accidente– y mi presencia despertó cierto interés por parte de los funcionarios. Así que, tras observarme detenidamente como si fuera un bicho raro venido quién sabía de donde, pasaron a lanzarme una batería de preguntas.
-¿De dónde viene y para qué?... ¿Es ésta la primera vez que visita este país?… ¿Cuánto tiempo piensa permanecer en él?... ¿De cuánto dinero dispone?...
No me resultó nada fácil ni cómodo intentar atravesar aquella estación llamada por ellos frontera o aduana. Los funcionarios que examinaban mi nombre y apellidos, mi edad y nacionalidad, mi estado y profesión, esperaban respuestas bien concretas, mientras hacían un registro a fondo de todo lo que llevaba conmigo. Ante mis primeras contestaciones balbucientes –apenas hablaba su idioma–, los agentes me acecharon y me sometieron a un interrogatorio interminable en el que no se ahorraron algunas palabras malsonantes. Hubiera asegurado que les molestaba el descontrol, el no poseer las claves personales de todo individuo que osaba pasar ante ellos y el hecho de que, pese a que, al parecer, llevaba mis papeles en regla, despertaba ciertas sospechas.
Cualquier extraño movimiento contra su indiscutible autoridad en la zona parecía aterrarles. Podían tolerar que un ovni apareciera en el espacio pero no consentían que alguien pudiera pasar sin ser inmediatamente reconocido y fichado por sus máquinas. Pobre de aquel meteco que se atreviera a traspasar aquella frontera o a cruzar sus lindes sin los papeles, documentos o acreditaciones pertinentes. Y no podían permitir que el más insignificante viajero –ellos utilizaban la palabra individuo o, a lo sumo, súbdito– no fuera, al toparse con ellos, perfectamente fichado e identificado para el resto de su vida.
Tres meses después de aquel primer control, todavía recuerdo las caras de aquellos aduaneros, sorprendidos por mis repuestas estrafalarias. No concebían que, en aquel momento, improvisara respuestas al vuelo. Consideraban insolente mi intuición y no estaban dispuestos a perdonarme. Les sacaba de quicio mis extrañas respuestas y todo lo que estaba fuera del alcance de sus preguntas. No aceptaban ni la incoherencia ni el caos mental. Por eso no podían creer que me hubiera olvidado de mi edad, de mi estado y profesión –todo ello constaba en mis papeles pero no se confirmaba con mis respuestas–, así como de mis confusas intenciones al traspasar su frontera. Pensaron que iba bebido, pero mi boca no olía más que a agua. Imaginaban que me había escapado de un manicomio –así llaman a los asilos para locos o dementes–, pero mis papeles estaban en regla y mi documentación era correcta. Todo estaba en orden, excepto mis cabellos, mi figura y mis ininteligibles respuestas.
Finalmente, me dejaron por imposible. Debieron considerar que seguir conmigo, un pobre meteco que, además era enano y feo, suponía, sin duda, una pérdida de tiempo. Para ellos, lo importante era la documentación y no las palabras que pudiera pronunciar un pobre loco inofensivo cuya actuación ya se encargarían otros de vigilar y de juzgar, en caso de transgredir las normas prescritas. Así que pasé, sin más problemas, al menos por aquella primera frontera geográfica.
Hubo posteriormente otras lindes cuyos trámites serían mucho más engorrosos. Sibilinas y sofisticadas fronteras que fueron delimitando cada vez más mi campo de acción. Sus escasas explicaciones –para mí, simples pretextos–, rayaban no pocas veces en el racismo puro. Pero ellos no estaban allí para explicar nada sino para exigir explicaciones a los demás. Y yo, que no pensaba como ellos ni hablaba, al principio, correctamente su idioma, era un ser extraño. Un enano que se expresaba con dificultad, utilizando con exceso palabras, sonidos onomatopéyicos y gestos raros, y que vestía de forma extravagante y en desacuerdo con su tiempo. No era, en una palabra, de los suyos. Era, simplemente, un meteco.
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A menudo, caminando con las manos en los bolsillos, vacíos, y la cabeza en un lugar lejano, pensaba yo en mi isla de donde un día había salido por encontrarme aprisionado entre sus murallas y sentirme cercado por sus mares. Necesitaba saltar las primeras, atravesar los segundos y caminar sin necesidad de seguir dando vueltas sobre el mismo terreno de la isla. Precisaba una ruta no cortada por el mar y me encontré con otra, controlada por unos aduaneros.
Me había instalado en aquella urbe, donde las prisas y el anonimato consumían al ciudadano. Y fue delante de un escaparate, repleto de libros impecablemente presentados y con títulos sugestivos en sus portadas, cuando, de pronto, me sobrevino la idea de escribir este diario en la lengua que hablaban esas gentes, como forma de entrenamiento. Me di cuenta de que todas aquellas obras contaban algo, una historia real o imaginaria, homologada por un premio literario o avalada por una prestigiosa editorial que las había lanzado al mercado como objetos de placer visual y de lujo intelectual. Pensé que mi historia no pasaría jamás por un jurado nombrado a dedo por alguna entidad cultural o literaria porque, entre otras cosas, una resaca rebelde de meteco indomable me hacía chocar contra toda autoridad, viniera de donde viniera. Me imaginé mi libro sin premio, sin editor y casi sin título. Un libro sin características de libro. Hojas sueltas emborronadas en las que fuera anotando mis recuerdos. Un incongruente y borroso pasado que sirviera de pauta o de plano literario y que me indicara el camino a seguir.
Necesitaba ir recordando mi vida desde los principios lejanos de mi primera aparición, y anotarlo en hojas en blanco, vírgenes y prestas a dejarse manchar por mis eyaculaciones intelectuales precoces o tardías.
Terminé, pues, de contar unas piezas, guardadas en un calcetín tirado en un rincón de mi cuchitril recién alquilado, y decidí comprarme una libreta lo suficientemente gruesa como para que cupiera en ella toda mi vida pasada, la presente y la futura que empezaba hoy.
Sus tapas eran de cartón rojo y sus hojas, cuadriculadas. “En este momento, no tenemos de otra clase”, me respondió gentilmente la empleada que me atendió. Por lo visto, ni los papeles más inéditos se escapaban en este país a la cuadratura mental de sus diseñadores. Encasillaría mi vida en estas líneas uniformes, respetando los márgenes y los espacios, según las viejas normas escolares que maestros policías se encargaban de aplicar a rajatabla.
Esta fue la primera palabra escrita en mi libreta:
“Libertad”.
Palabra firme y agradable que despertaba y exigía ciertos derechos. Conocida en el vocabulario de tanta gente oprimida que sufría en sus carnes la esclavitud y el desprecio de sus opresores. Se levantaba como primera reivindicación de todo ser humano. Libertad, Igualdad, Fraternidad era el lema de esta República en la que había venido a caer. Y, en la plaza de la Revolución, se le había erigido una estatua colosal, la misma que, según decían, se levantaba en la rada de Nueva York. La “Libertad iluminando el mundo”, según un escrito que había leído de Bartholdi, donado por Francia a América.
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Desde mi alta ventana de mi cuchitril, recojo todos los sonidos callejeros de esta babilónica ciudad. Entre ellos, los claxonazos y frenazos de los vehículos, tan numerosos como los peatones. Al principio, no me acostumbraba a los ruidos que resquebrajan la noche y continúan en el alba y a lo largo de todo el día con zumbidos y estridencias. Los hay agudos y prolongados, como sirenas de fábricas que marcaban el tiempo de trabajo, y bajos y graves, como sordos resoplidos de barcos transatlánticos que se alejaran de los puertos. Y abarcan toda la gama de las trece notas musicales en todos los tonos. Pero, cuando se escuchan en bruto, resultan harto desagradables y su insistencia me exaspera.
Poco a poco, mis oídos se han ido haciendo a ellos, convirtiéndose en ruidos familiares, hasta el punto de reconocerlos uno a uno, pese a su testarudez insolente pero familiar. Son los bocinazos, pitadas, griteríos, estallidos, chasquidos, zumbidos, estruendos, alborotos, que me unen sonoramente con el estado de los cada vez más descontentos ciudadanos de a pie y me convierten en víctima a la vez de un progreso inarmónico y desequilibrado, orquestado por sordos programadores estadistas, más interesados en el supuesto progreso que en el bienestar y equilibrio de las personas. Esa variada algarabía, así como sus grados de insistencia, me dan habitualmente el pulso de una ciudad enfermiza que sufre de stress continuo y crónico. Como enfermizos me parecieron los aduaneros con sus preguntas de rigor y de rutina.
De entre los sonidos que me llegan hasta este sobre ático en que me hallo instalado, prefiero el repique de campanas de las iglesias cuyas torres se levantan, como momias arquitectónicas, en medio de tanta vibración profana y secular. Ellas me desvelan y despiertan mi imaginación. Entre la insolencia de las cosas que toman forma y color con la llegada del sol, cuando éste logra traspasar la frontera sin ser detenido por los controladores de turno, las campanadas se muestran a veces discretas. Pero, en contadas ocasiones, son lanzadas al vuelo, intentando, con su redoble, sobreponerse al ruido de la ciudad en una lucha a muerte entre los sonidos del mundo y los del espíritu.
Desde la alta ventana de mi cuchitril veo el Metro surgir del subsuelo, envuelto en un estrépito, saltando como un delfín de hierro para sumergirse de nuevo en la tierra en donde se convierte en un topo implacable y melancólico. Veo los coches y vehículos en miniatura circular con dificultad por las calles, plagadas de hormigas humanas. La lluvia sumerge los sonidos en un llanto callado. Y, siempre desde mi alto ventanal, oigo, como en un sueño, los obstáculos acústicos de una ciudad cuya cara salvaje se me presenta siempre con la mirada turbia y con una triste sonrisa. Ignoro si es de bienvenida o de desprecio.
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En medio de mi calle, Rue des Abesses, cuyo nombre luce en una placa azulada fijada en una esquina, junto al comercio de un carnicero que siempre tiene patas de cerdo en primera fila de su escaparate –al parecer, los mostradores comerciales suelen siempre reflejar la personalidad de sus propietarios–, hay una tienda de máscaras, con sonrisas falsas asomando por sus bocas, entreabiertas. Sus ojos, huecos, miran desde el interior con toda la indiferencia de la que son capaces. Cuelgan sus mejillas sonrosadas en una pared pintarrajeada de oscuro y toda la vergüenza de la ciudad parece agolparse en ellas.
Era el mediodía justo cuando pasé frente a esta tienda, convencido de que nadie estaba dispuesto a representar un papel distinto al que le toca a cada cual. Una seriedad vulgar y callejera lucía a lo largo y ancho de la calle. Incluso la mujer que atendía a los clientes interesados por las máscaras –supongo que, por estar más pendiente de quienes la visitaban que de las máscaras expuestas que la acompañaban– hacía esfuerzos por desembarazarse del aire supuestamente gracioso que la rodeaba y del contagioso cachondeo que emanaba de aquellas mascarillas colgadas. Y, cuando, decidido, le he señalado sin titubeo “ésta” –una mascarilla de niño inquieto y revoltoso–, no ha movido ni un músculo de su cara y la ha descolgado con la misma rutina con que los aduaneros tamponan los papeles fronterizos.
Con la careta puesta y disfrazado de niño travieso y terrible, he salido de nuevo a la calle, procurando ocultar mi horrible cara que en realidad tenía, así como mi aire de despistado y asustado meteco. Hacía frío y nadie se volvió para observarme mientras caminaba con la rapidez con la que se desplaza un saltimbanqui o un pícaro saltarín, pillo y bribón donde los haya.
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El Metropolitain es un tren subterráneo que recorre los intestinos de esta urbe y arrastra su sombra con resignación. Me dispongo a abrir bien los ojos mientras observo todo lo que acontece en ese mundo dominado por ese gusano férreo, largo y articulado, iluminado en su interior por luces de neón, y enfrascado en las filas paralelas de una vía que no deja de husmear. En los pasillos, flota, de vez en cuando, alguna nota aguda salida de la flauta de un mendigo. O surgen en tropel, a las órdenes de otro mendicante que hincha y vacía un afligido acordeón, tanto compungido como exultante. Ondean sus melodías como el humo de un cigarrillo, mezclándose con otras más lánguidas o veloces de un violín, muñido por un sátiro de las cuerdas.
Entre estación y estación, en una semipenumbra que explota ruidosamente cada vez que el metro aparece, memorizo los vistosos anuncios gigantescos que desprenden, a ultranza, color y felicidad: coches último modelo, abrigos de visón, medias de terciopelo, quesos de las mejores marcas, vinos de mil sabores, películas que hay que ver, libros que se deben comprar...
De pronto, el gusano de hierro articulado se para, tras echar un soplido desganado, y se llena ciegamente de gente presurosa. Con el vientre hinchado, reemprende la marcha y se lanza a una corta y loca carrera, lamiendo y tragando kilómetros de raíles, y renovando en cada estación una carga apretujada. Hasta que, harto de deambular como un sonámbulo, busco el gran agujero que me libere de esta pesadilla. A la izquierda o a la derecha, por las escaleras y pasillos rodantes, por la de peldaños fijos o por los ascensores, encuentro, al fin, la puerta que me devuelve al mundo exterior. Y salgo, decidido, en la estación Pigalle.
El anochecer me sorprende entre luces de neón multicolor. Ando con mis pupilas fascinadas en busca de pequeños y grandes mundos de fantasía, tras cada pancarta y anuncio luminoso. Bonitas y centelleantes mentiras cuyas migajas alimentan fugazmente a mendigos y a vagabundos con estómagos vacíos. Toda la ciudad está inundada de esta clase de artículos de lujo, visualmente comestibles o masticables, envueltos en luces fluorescentes. No lejos de mi provisional morada, hombres hambrientos de sexo y erotismo curiosean ante mujeres públicas que se han apropiado de la acera y ofrecen sus carnes a la clientela, invitando abiertamente al trueque de sus concupiscentes cuerpos por unos francos, como viejas profesionales que son del oficio más antiguo del mundo.
- Si te vienes conmigo –me insinúa una de ellas con su cigarrillo a flor de labios, acostumbrada a mantener una breve conversación con cada posible cliente que pasa por su lado–, no te arrepentirás. Por un rato inolvidable de placer te haré olvidar de todo.
Amaino el paso y espero un gesto cualquiera de su corazón de meretriz. Para aclarar cualquier malentendido, saco los forros de mis bolsillos mientras que mi máscara, que no para de sonreír, cae de bruces y yo dejo mi rostro al descubierto.
Pero si es realmente un meteco –exclama mientras me observa de cerca–. Y, además, feo y sin blanca.
Y se da media vuelta, alejándose de mi figura, desenmascarada. La tentación de la noche ha pasado por mi lado y dejado en mis ojos unas sombras huidizas, invadidas intermitentemente por el neón que acaba de prender en mi corazón. Tampoco ellas hablan mi lenguaje, ni pretenden comprenderme.
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A menudo, observo cómo se inventan palabras vacías de sentido y de contenido, “des mots” que nacen muertas en la punta de la lengua y que algunos pretenden dominar a base de oratoria. Palabras sopladas al oído, enzarzadas en las telarañas de la elocuencia y preparadas para el arte de disertar, tan puesto de moda en ésta como en otras sociedades.
Por mi parte, yo prefiero el silencio. Y, mientras no cesa el palabreo, prefiero que hablen ellos, los predicadores, los literatos, los políticos, que tienen siempre tanto que decir a sus oyentes, lectores electores. Ponen cara de convicción en la pequeña pantalla. Se arropan con toda la persuasión de la que son capaces de armarse para soltar “cuatro verdades como un puño”. Para ello, gritan con fuerza, convencidos de que su discurso atrapará a sus pobres víctimas. Enronquecen. Ponen a prueba sus gargantas. Se encolerizan. Levantan las manos y puños al cielo. Mas no seré yo quien me acerque a sus discursos y pique a su anzuelo, sostenido por sus palabras corcho que flotan sobre las olas.
Cálidas palabras de predicadores para los días de miedo y de cuaresma. Ambivalentes vocablos políticos de orden, paz y progreso. Bien matizados y lógicos pensamientos expresados estilísticamente por la palabra escrita. La que intenta construir mundos apartes, encerrados en páginas impresas. Circunstanciales y siempre oportunos términos en manos de políticos que defienden unas leyes hechas a su medida. Pulcras y grandilocuentes palabras, estéticas, esbeltas y sórdidas, ridículas y altaneras... La colección es larga y difícil de completar. Todo puede servir en este mercadillo de la palabrería de ocasión de la que cada cual se lleva lo que precisa.
Desde un sombrío rincón de esta gran feria de las palabras, la mía se ha extraviado o me la han quitado de las manos. Y cuando logro reencontrarla, me cuesta reconocerla. Esta no es mi palabra, señores. Estos son los restos de excrementos de un mundo corrompido que se alimenta de palabras muertas, vacías y sin sentido.
No, yo ya no tengo nada que decir. Por eso me vuelvo a mi tabuco. Allí me espera un cuaderno en donde enterraré el resto de mi discurso.
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Hoy se habla de la edad que uno tiene, de la profesión y nacionalidad, de los gustos personales, de los gramos de carne comidos diariamente y de los litros de agua o alcohol ingeridos, del dinero gastado, de lo que vale un artículo de consumo, de la medida que uno calza, de la velocidad que alcanza el vehículo propio, de sus caballos, potencia y de la gasolina utilizada, de acuerdo con lo que uno es capaz de ganar en su trabajo, del barrio o distrito en donde uno vive y de las amistades que uno tiene. Por lo visto, en estos tiempos, todo está controlado y milimetrado. Es la obsesión por definirse siempre con relación a lo que nos rodea y no por lo que uno es y piensa, independientemente de lo que nos circunda.
Pero también se habla de los millones y millones de gente en paro que no puede disfrutar de las cosas “normales” de la vida. De los que viven con un pie en este estribo y el otro en el aire. De los que carecen de medios para desarrollar sus profesiones y del número creciente de personas que pierden cada vez más sus señas de identidad.
Entre unos y otros, me sitúo en mi tabuco de seis metros cuadrados de extensión, en el que al menos puedo dar una docena de pasos, bordeando las paredes y sin repetirme. Tal vez trece, pero no más. Puedo asimismo asomarme a la ventana o quedarme inmóvil delante de un espejo que refleja mi figura de los pies a la cabeza. A veces he querido atravesar ese fiel espejo para saber lo que se oculta detrás de la imagen que refleja, pero aún no me he atrevido hacerlo. Y ese enano feo al que llaman Ben Azibi, puesto que así consta en su carnet de identidad, me mira con cierta interrogación. Estoy seguro de que sabe mucho más de lo que aparenta. Otros prefieren pasar las horas frente al televisor, ese invento que permite ver el mundo sin verse a uno mismo.
En primavera, la luz solar entra pronto, llegando tímidamente hasta la mitad del cuchitril. Cuando tenga algo de dinero, pintaré los muros de verde –ahora son azules– y hasta puede que dibuje el sol brillante en el techo. También quisiera arreglar la fotografía de ese grifo, colocada sobre la palangana. Está cerrado pero una gota, siempre colgada en el aire, fue sorprendida por el artista, a mitad de camino entre el orificio de salida de la espita y la jofaina. Intuyo algo misterioso en esa gota que ni sube ni desciende. Diríase que no pertenece ni a la vida ni a la muerte. O mejor, que desciende casi por accidente, sin haber tenido tiempo de conocer la fría realidad del tiempo y del espacio.
Es una gota que me tiene sugestionado. Desde hace tres meses, justo el tiempo en que alquilé esa buhardilla, el grifo fotografiado sigue cerrado. Es grande, de metal bruto y, por la noche, no se le oye respirar ni sollozar. Mi mayor placer al acostarme es dormirme mientras miro fijamente esa gota de agua que, iluminada por las luces de la calle, se mantiene en el aire. Ni decide precipitarse al fondo del recipiente, ni vuelve a introducirse en el agujero del grifo. Ignoro qué nota produciría sobre la palangana si alguna vez, sin más fuerzas para mantener este difícil equilibrio, se desplomara sobre ella. Dependería de la cantidad de agua que hubiera depositada, del mismo sonido exterior, cuando llovizna o llueve a raudales, del florecimiento de la primavera o del bochorno que se apodera del verano.
La puerta de mi desván está casi siempre abierta. Enfrente de la entrada, en el mismo pasillo, hay un tragaluz, un orificio del sobre ático en el que los últimos rayos de sol se asoman sin fuerza cada atardecer. Por ahí penetra, hasta mi cuchitril, la postrera luz del día. Esa es precisamente una de las razones por las que quiero que mi puerta siga abierta o, al menos, sin cerrar con llave.
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He caminado deprisa por la ciudad, al paso de los que no pueden perder su tiempo, convertido en oro. El mío no vale un pimiento y debo adaptarme al de ellos para no ser pisado. Así que corrí por calles y aceras como corren todos, contagiado por sus prisas congénitas. Por lo visto, me estoy poco a poco “civilizando”. Al llegar a mi portal, no he querido ralentizar la marcha y he subido volando los peldaños de mi escalera sin ascensor. Palpitaba mi corazón a trompicones y, al llegar al sobre-ático, latía fuertemente, como si quisiera saltar. Pero, en el ventanal, en donde suele morir el sol, justo delante de mi puerta, me he dado cuenta de que ésta permanecía cerrada.
He buscado las llaves en mis bolsillos pero ya hace varios días que los tengo agujereados de tanto hurgar en ellos. He mirado en la cerradura, pero la llave no estaba ahí. Así que, de nuevo, he bajado los peldaños de mi escalera, subiéndome en algunos intervalos a la barandilla y deslizándome tristemente por ella. Mi corazón me seguía, un piso y medio rezagado, mientras brotaban atropelladamente unas lágrimas por mis mejillas.
Apoyado contra la fachada, observé por un momento a la gente que seguía desplazándose deprisa. Todos parecían guardar en sus bolsillos las llaves de sus pisos, cerrados con doble vuelta. Uno de los vecinos del primer piso entró en mi portal y aproveché para preguntarle si había encontrado una llave. Me miró, extrañado por mi consulta, y me contestó con otra pregunta:
¿La llevaba usted encima cuando salió?
Pues, no… La verdad es que nunca la llevo conmigo.
- ¡Ah! Es usted demasiado ingenuo… Porque ¿para qué sirve una puerta si está siempre abierta?
Le he contestado con una lacónica respuesta:
- Nunca pensé que me hiciera falta para nada.
Entonces, cambiando de cara y de actitud, se me ha acercado hasta tocar su nariz con la mía, y, escupiendo cada palabra sobre mi cara, me ha advertido, como quien da un último y definitivo consejo:
- En este país, mientras haya puertas, habrá llaves. No lo olvide, meteco insolente.
Luego, ha dado media vuelta y se ha alejado, pensando en que todos los metecos somos iguales.
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Le he pedido al cerrajero que me hiciera dos llaves: una, pequeña, para abrir mi sotabanco y la otra, muy grande, para encerrar al viento que cierra las puertas. Con la pequeña, he intentado abrir mi tabuco. Aunque, al no entrar en la cerradura, he descubierto que no estaba cerrada, sino atascada por el soplo del viento que se había introducido por el ojo de buey del pasillo, abierto por alguien. En el interior, todo permanecía en su sitio, como antes: la cama, seguía estando cerca de mi ventana; la ventana, no lejos de mi armario; el armario, al lado de mi mesa; ésta, frente a mi grifo; el grifo, sobre la gota de agua retratada; y la gota, en mi espejo reflejada, junto y mi enana figura.
Después de tanto esfuerzo, me encontraba cansado, pero ello no ha impedido el que me diera cuenta de que el polvo cubría mi espejo, mi grifo cerrado, mi mesilla coja, mi armario empotrado, mi cama de muelles… Hasta mi gota colgada tenía motas de polvo. Pero todo estaba en orden, como dicen los gendarmes, y mi alma en paz, como rematan los curas y los pastores, aunque el polvo, traído sin duda por el viento, flotaba en el ambiente.
No quería dormirme sin antes hablar con él. Pero el sueño y el cansancio me embargaban...
Grande como un gigante, ancho como un mar, arisco, impetuoso y dulce a la vez, el viento, en lo alto del cielo, me ha mirado un momento por el rabillo del ojo. Le he advertido, encolerizado, mientras le mostraba la llave grande:
- Vengo a encerrarle.
Un largo silencio se ha hecho entre él y yo, durante el cual he oído perfectamente su respiración, pausada y calmada. En vista de que no mostraba ninguna resistencia, he añadido, menos airado:
- No quiero que vuelva a obstruir mi paso.
Después de haber suspirado ligeramente, me ha preguntado:
¿Quién te ha abierto la puerta que yo cerré?
- Tuve que acudir al cerrajero –le he contestado- para que me hiciera dos llaves: una, para abrir mi puerta; la otra, para encerrar al viento.
Entonces, me ha dicho con lógica resignación:
Yo soplo para dar trabajo al cerrajero.
Y me ha susurrado que ambos se hacían imprescindibles en la vida: él, para cerrar las puertas abiertas y el cerrajero, para abrirlas. Ambos se complementaban y ambos se necesitaban. Eran, de esta forma, cómplices. Perdido ante esta insólita explicación, el viento me ha lanzado un leve soplido, mientras añadía:
- Aparte del cerrajero, hay otros hombres que viven de mí. Muchas amas de casa me utilizan para secar sus ropas recién lavadas. Cuando llueve, yo escurro la hierba y oreo los campos. Gracias a mis soplidos, muevo los barcos de vela y los molinos de los campesinos sacan el agua de los pozos. Aunque otros, como tú, pretenden ignorarme y prescindir de mí. Pero, en caso de apuros, no dudo que vendrías a suplicarme una ayuda.
- No pido su ayuda –le he espetado, saltando hasta llegar frente a él–. Sólo vengo a encerrarle.
Sin embargo, mis palabras no han provocado ninguna reacción. El viento, que seguía calmado y sin inmutarse, ha entornado sus ojos hacia la tierra y me ha contestado, en voz muy baja, apenas audible:
- Si tú me encierras, tu cerrajero y muchas otras gentes pueden quedarse sin trabajo.
Incapaz de resolver este nuevo problema, estaba furioso conmigo mismo. Una simple puerta cerrada me había creado inimaginables complicaciones. ¡Vivía tan tranquilo en mi zaquizamí siempre abierto! Y comenzaba a arrepentirme de no haberlo cerrado antes. Aunque, después de todo, tenía derecho, como todo el mundo ¿Qué podía hacer? Si le dejaba libre, me sometía a sus arbitrarios impulsos. Si le encerraba, los cerrajeros y otras muchas gentes que dependían de él podían perder su trabajo. Exasperado, le he gritado:
Pero ¿por qué se empeñas en cerrar mi puerta?
- Obedezco, simplemente, a mis impulsos –se ha limitado a contestarme, mientras una nube ensombrecía su faz y ocultaba por unos segundos su figura.
Revolcado en su inmensa cama celeste, capaz de envolverse en sus sábanas o de desprenderse de ellas en un soplo inocente, el viento ha apartado el nubarrón y me ha soltado un discurso impecablemente concebido:
- Yo sigo los cauces naturales. En primavera o verano, si se me antoja retirar una nube, con un simple movimiento de mis labios, la hago desaparecer. O puedo permanecer eclipsado, como si no existiera. Al llegar el otoño, soplo sobre los árboles y los dejo desnudos. Y, durante el invierno, puedo ensañarme y soplar con todas mis fuerzas sobre alguna región hasta devastarla. Todo es cuestión de seguir el impulso de la naturaleza. ¿Por qué te empeñas en luchar contra la misma?
- Pero, ¿quién mueve sus impulsos? –le he preguntado, cada vez más intrigado por sus impecables razonamientos.
Antes de que pudiera oír su respuesta, una luna gigantesca se había apoderado del cielo estrellado y el viento, alarmado por su majestuoso resplandor, ya había desaparecido.
He seguido subiendo hasta el último peldaño celeste, pero, en una calma cada vez más extendida, el viento se había esfumado. Quería seguir hablando con él, hacerle otras preguntas, plantearle otros interrogantes. Pero mis gritos se han perdido en el horizonte. Ni rastro de él en todo el firmamento. Desde lo alto, y antes de descender a la tierra, he lanzado al fondo del Sena mi gran llave que llevaba para encerrarle. Evidentemente, el viento era libre. Y yo seguía sin saber dónde hallar a quien mandaba sobre él. Me pareció que, aunque lo hubiera estado buscado durante siglos por toda la tierra, los mares y el universo, no hubiera sido capaz de encontrado. Tras sus únicas respuestas, cortas e ingenuas, se había eclipsado. Así que, cansado, agotado y confuso, sin comprender nada de lo que me estaba sucediendo, he llegado a la conclusión de que el viento, con una ingenuidad que rayaba con su cinismo, se había burlado de mí, dándome el esquinazo.
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Al despertarme, me he dado cuenta del desorden que, esta vez sí, reinaba en mi cuchitril. Mi armario estaba medio vacío; mi mesa había perdido su equilibro y tambaleaba ligeramente; mi espejo, sucio, reflejaba turbiamente mi figura. Y, en el colmo de mi asombro, un hombre barbudo me observaba, forzando una sonrisa de compromiso, mientras el perro que le acompañaba lanzaba un ladrido de advertencia. Me he frotado varias veces los ojos para asegurarme que no seguía soñando. Y, antes de que pudiera pedirle una explicación, se ha adelantado para excusarse:
Buenos días. Perdone por mi atrevimiento, pero he visto su puerta abierta y he entrado
Y, sin dejar de explicarse, a la velocidad en que hablaba, me ha mostrado su carta de “inadaptado”, varios artículos recortados de la prensa, papeles y más papeles, mientras se lanzaba a la conquista de otro adepto. Al cabo de un largo minuto de un monólogo ininterrumpido, ha resumido, mientras me ofrecía un disco en el que explicaba detalladamente su alternativa:
- Por esto, en este inseguro mundo de los inadaptados, necesitamos de usted.
Le he precisado que no tenía tocadiscos y que yo era pobre, como él. Pero el hombre barbudo ha insistido en pedirme tres francos para sus colegas, los inadaptados, que ni siquiera contaban con un lugar como éste, donde pudieran comer o dormir. Luego, cuando ha comprobado que su petición caía en saco roto, ha rebajado su petición a dos, uno, medio, sólo medio franco para sus inadaptados, mientras el perro que le acompañaba miraba fijamente y con mucha atención la gota de mi grifo suspendida en el aire.
De nuevo, me he dado cuenta del desorden que aquel barbudo defensor de inadaptados había traído consigo. Y he tenido la impresión de que algo acababa de romperse en mi interior, mientras que la voz del visitante, cada vez más grave y compasiva, seguía pidiéndome unos céntimos para sus inadaptados. Temblaba visiblemente su mano rendida hacia mí, cuando, harto de soportar esta situación, le he gritado:
- ¡Ya le he dicho que no tengo nada que darle!
Derrotado ante mi persistente actitud, el barbudo se ha encogido de hombros y ha salido, sin añadir palabra, seguido de su perro. Pero una ola de vergüenza ha invadido mi cara, al darme cuenta de mi desproporcionada reacción.
De nuevo sólo, me he preguntado de qué servía tener la puerta de mi desván abierta si la de mi corazón permanecía cerrada. Es entonces cuando me he dado cuenta de mi desgracia. Y una gran tristeza se ha volcado sobre mí, al constatar que la pequeña gota de agua de mi grifo había desaparecido. Ya no estaba ni en el aire, ni en el suelo, ni en el grifo. Alguien la había definitivamente descolgado de la fotografía y se la había llevado.
Desde aquella visita inesperada, no sólo la mesa había quedado coja. También yo había perdido de alguna manera el equilibrio, pensando que mi gota de agua, siempre inmóvil entre la palangana y el grifo, había desaparecido. Tras varios días de búsqueda, terminé por pensar que alguien –concretamente, aquel barbudo o, más bien, su perro sediento– la habían impunemente descolgado para llevársela consigo.
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A menudo, apoyada mi frente contra el cristal del orificio del pasillo, que tiembla cuando el viento arrecia, y descansada mi mirada sobre los tejados mojados que me rodean, paso largas horas contemplando el paisaje. Cuando deja de llover, flota un aire húmedo sobre los edificios que parecen apretujarse unos contra otros para mejor protegerse del frío.
Uno de esos días en que el mundo parecía desmoronarse, observaba yo las gotas que se deslizan por los cristales cuando apareció mi vecino de piso: un anciano que subía con grandes dificultades los últimos peldaños de la escalera que le conducen a su aposento. Al llegar, me saludó y depositó lo que llevaba en brazos sobre una pequeña alfombra que tenía instalada delante de su puerta, casi siempre cerrada, al contrario que la mía, habitualmente abierta. Era un paquetito blanco, unos zapatos marrones y un paraguas negro. Y se había quedado inmóvil como una estatua ante su puerta.
No acertaba yo el motivo de la quietud de mi vecino cuando, de pronto, oí cómo rompía a llorar desesperadamente. Los cristales del ventanuco del pasillo tenían en aquel momento menos chorrillos que los que le caían por sus mejillas arrugadas. Como no parecía tener la intención de moverse y yo ya comenzaba a impacientarme ante tanta lágrima, me acerqué a él sin hacer ruido.
- ¿Puedo ayudarle en algo? –le pregunté, intrigado.
Él me miró con sus ojos inundados de lágrimas. Y, con cierto aire ausente, me respondió, con un extraño acento y una voz un tanto desarticulada:
- ¡Ah, hijo mío! Es que no puedo entrar en mi casa.
Luego, al ver que nada podía temer de un enano meteco como yo, me explicó que él también era meteco, pese a llevar más de treinta años en este país. Procedía de Polonia y pasaba por un mal momento porque, además de su llave, había perdido, unas semanas antes, a su único hijo y, con él, toda su esperanza. Me dijo que refugiarse en su casa era lo último que le quedaba en esta vida, pero que, al extraviar su llave, también se había frustrado su esperanza de seguir viviendo.
- Antes –me repetía una y otra vez–, al menos, tenía a mi hijo que, de vez en cuando, me escribía una postal. Pero, desde que muriera en accidente, ya no me queda apenas nada en esta vida. Y, para colmo, voy y pierdo mi llave, y ya ni siquiera puedo entrar en donde vivo...
Sin dudarlo un momento, he cogido la mía y se la he prestado. Afortunadamente, no se me había ocurrido echarla, como la del viento, al fondo del Sena. Pero, cuando he visto que seguía sin moverse, le he vuelto a preguntar.
- ¿No quiere usted probar con ella, señor vecino?
Entonces, como si acabara de explotar una nueva tormenta, ha llorado de nuevo mientras levantaba sus manos al cielo.
- Mire mis manos, hijo mío. Están tan mojadas de la lluvia y tan gastadas que ya no puedo utilizarlas. ¿Podría pedirle que lo haga por mí?
Afortunadamente, y recordando lo ocurrido con mi puerta, la suya estaba también atascada y no precisaba de llaves, sino de un empujoncito. Cuando, al fin, mi vecino ha entrado, después de darme las gracias, ha introducido su paquetito blanco, sus zapatos marrones y su paraguas negro. Y yo he descendido hasta la calle y me he paseado un rato bajo la lluvia.
Entonces he comprendido que no había sido una desgracia encontrar mi puerta cerrada por el viento, puesto que el cerrajero me había hecho una llave que había servido de pretexto para hablar con un vecino con el que apenas coincidía. Pero cuando, al cabo de un rato, he vuelto a subir, me he encontrado con una desagradable sorpresa. Sobre mi mesa coja, una nota con grandes y desiguales rasgos. Era de mi vecino que me agradecía el que le hubiera abierto su puerta. Y añadía: "No lo tome a mal, pero, desde ahora, serán los otros los que precisen de puertas. Yo ya no las necesito”.
En un ciego arrebato de desesperación, mi vecino se había lazado por la ventana a la calle, mientras yo subía las escaleras contento, con la cabeza repleta de falsas esperanzas. Y había muerto en el acto.
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La Policía me hostiga, me provoca, me empuja (cualquiera diría que desea que yo salte también por mi ventana). Me exige que tenga todos mis papeles en regla. Pero los trámites para conseguirlos son igualmente engorrosos. Para concederme el permiso de residencia fija, me obligan a tener antes el de trabajo. Pero nadie me contrata si, previamente, no enseño mi permiso de residencia, concedido por la Policía siempre que muestre mi contrato de trabajo. Es como un círculo cuadrado que los responsables del país, en donde Descartes naciera y escribiera el Discurso del Método, no parecen molestarse en aclarar. Y, para demostrarme su generosidad, me ofrecen, como alternativa, 4.500 francos a mi salida del país, como clandestino o sans papiers. Un gesto altruista que he rechazado desde el primer momento.
Con todo este tinglado policial montado no hay quien resista. Y los metecos como yo o terminan por desertar, volviendo a la frontera, o se echan por la ventana, como mi vecino. Tampoco faltan los reclusos inmigrantes. Dicen que la mitad de la población carcelaria lo es. Para las autoridades policiales es más cómodo dejar que se pudran entre cuatro paredes que arriesgarse a que vivan incontrolados. Y hasta han pensado en la sustitución de llaves por puertas automáticas, de las que, una vez cerradas, ya no se vuelven a abrir por dentro. Este país es una maravilla de esas técnicas. Se ha sofisticado tanto que pronto no precisará de mano de obra extrajera. Las máquinas sustituirán a los metecos.
Ahora que su cuerpo descansa definitivamente bajo tierra y que la Policía, no deja de hacerme preguntas y de vigilarme, me gustaría saber exactamente quien era él, mi vecino. Varios meses viviendo a su lado, separado por un débil tabique que dejaba pasar su tos y sus ronquidos y yo sin saber apenas nada de él. Claro que él tampoco sabía demasiado de mí. ¿Cómo iba a saberlo si apenas habíamos hablado? Pero si, realmente, estábamos en idéntica situación de aislamiento e incomunicación, ¿cómo es posible no habernos encontrado antes para compartir nuestras necesidades comunes? Claro que, a juzgar por las postales que el cartero le dejaba de vez en cuando en la entrada del portal, no debía hallarse tan solo. Ninguna de ellas llevaba casi texto. Sólo el lugar desde donde habían sido mandadas y la expresión: “Besos de tu hijo”. Nada más. Un hijo que, desde hacía tres o cuatro semanas, había sufrido un grave accidente que le provocó la muerte.
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Uno de mis primeros trabajos realizados fue en un pabellón de reposo. La Maison de Santé, a la que acudía diariamente en calidad de obrero, era un viejo y destartalado edificio en donde, curiosamente, los gestos y razonamientos de los enfermos, más conocidos como “des fous”, (locos de remate), me parecían más lógicos y consecuentes que los de los médicos y las enfermeras que los vigilaban y los castigaban severamente cuando no cumplían sus órdenes. A estos profesionales no les importaba saber por qué su clientela reaccionaba de una u otra forma. Lo importante para ellos era que se cumplieran a rajatabla lo que ellos ordenaban y las normas prescribían.
De esta forma, viví unas jornadas cuajadas de prohibiciones y de órdenes tajantes, de rejas y de castigos severos, de odio y de electrochoques fulminantes..., todo un programa en el que la llave era un símbolo subversivo por esencia que se prestaba a una doble interpretación. Para los médicos y enfermeros/as, una llave sólo debía servir para cerrar, pero era mejor ni mencionarla. En cambio, para aquellos enfermos mentales enclaustrados, podía también servir para abrirles los ojos, la vida y la libertad.
En los excepcionales casos en que alguno de ellos lograba recuperar su cordura y regresaba al mundo de afuera, más pronto o más tarde siempre volvía a ingresar al manicomio, al darse cuenta de lo peligroso que resultaba la vida fuera de aquel recinto.
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Obligado por las circunstancias y sujeto a mi condición de meteco, en los últimos meses cambié una quincena de veces de trabajo, unos peores que otros, conociendo las mil caras del mundo laboral. Hice de basurero, revolcándome cada noche en la boca ano de un camión que recogía desperdicios del distrito dieciséis; de limpia cristalero, colgado de un delgado cable que se deslizaba verticalmente por las fachadas acristaladas de edificios de hasta treinta pisos; de deshollinador de chimeneas de aristócratas decadentes y medio arruinados; de vendedor de periódicos, anunciando a grito pelado el nombre de la publicación, atestada de desgracias y acontecimientos del momento; de auxiliar de limpiabotas, lamiéndole el culo al que lamía las suelas de la gente mediocre que buscaba brillo a sus zapatos porque les faltaba en sus ideas; de pega carteles, contratado por una academia de baile moderno; de hombre sandwich, andando por las calles con el estómago más vacío que los bolsillos; de vigilante nocturno, en un cementerio de coches; en una relojería, recogiendo las horas muertas y apretadas, para luego revenderlas como artículos de lujo; en una droguería, amontonando jabones especiales para políticos y gente de influencia; en una tienda de antigüedades, haciendo de maniquí para gente rica y maniática, y, en una estación de ferrocarril, cargando el carbón en las locomotoras que salían echando bufidos y nubes de humo negro.
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Mis últimos trabajos que me mantuvieron ocupado fueron como conserje de noche en un discreto hotel de ciudad, en la cocina de una clínica de cirugía estética y como ayudante descargador de muebles para una compañía de mudanzas.
Me presenté al hotel, sito en pleno centro de París, con la recomendación de una hermana del Servicio de Ayudas a Estudiantes Extranjeros. La dueña, una madame madura y desconfiada, me ojeó de arriba abajo, como si fuera un objeto raro y extraño que mereciera ser observado con atención antes de aceptarme. Su cara, fina pero con algunas arrugas mal disimuladas, dejaba adivinar que, en su juventud, había sido una hermosa mujer. Pero, por desgracia, sólo le quedaba un geniecillo mal contenido entre sus constantes órdenes y un histerismo insoportable, fruto, en parte, de los celos hacia su consorte, un gran conquistador tanto de animales –se consideraba un gran cazador y, en los muros de su despacho, no faltaban las cabezas de ejemplares de fieras embalsamadas como momias solitarias para la eternidad–, como de hembras humanas de cualquier clase.
La celosa dueña se ensañaba sádicamente contra los sucesivos conserjes de noche que pasaban por su hotel, prohibiéndoles no sólo que pudieran echar una cabezada en las largas e interminables horas de la noche en las que ya no se presentaban clientes en busca de una habitación libre, sino que, a la menor equivocación en las cuentas que debían rendir cada mañana, restaba de sus sueldos lo que, por un involuntario error, no concordaba con sus cálculos matemáticos y precisos.
Su establecimiento ni era de lujo ni demasiado pobre, sino un discreto hotel propio de hombres o de parejas que intentaban pasar desapercibidos durante unas horas de la noche. Pagaban bien el silencio y la discreción, pero la gratificación recibida no eran francos limpios para el conserje. La propina, en todo caso, debía formar parte del sueldo, según prescripciones de la dueña, no siempre cumplidas al pie de la letra. Otra de sus órdenes era no ceder habitación alguna que no fuera doble a cualquier cliente que se presentara solo. Para ellos nunca había habitaciones simples. Por el contrario, cuando estaba a tope y quedaban sólo éstas sin ocupar, las órdenes eran de ofrecerlas a las parejas, cobrándolas a un precio más elevado y como favor especial. De esta manera, su negocio, gracias a la afición de los pequeños burgueses de las grandes ciudades, así como a la discreción por sus pasiones secretas, se mantenía a flote.
Las noches en que trabajé en aquel hotel, tuve ocasión de conocer por mis propios ojos la miseria sexual de algunos humanos. Fue en la tercera noche de trabajo cuando descubrí cómo otros dos clientes, estratégicamente escondidos, se masturbaban frenéticamente. El primero observaba cómo el segundo, creyendo no ser visto, miraba por el ojo de la cerradura a una pareja que acababa de entrar para satisfacer sus necesidades sexuales, tras haber dejado en conserjería una buena propina con la que pagar el silencio de sus apellidos en las fichas policiales. Los dos, en un gesto furtivo, se incorporaron al verme, como si, accidentalmente, hubieran caído por el lugar, simulando dirigirse a sus habitaciones respectivas.
Y fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de una clientela que pernoctaba en aquel lugar, intentando participar, desde las sombras, en orgías secretas de amantes por horas, protegidas por la discreción de una dueña que se hacía aconsejar por aquella monja del Servicio de Ayudas a Estudiantes Extranjeros. De esta forma, la mentada sor recibía, de vez en cuando, ayudas económicas, a cambio de un puesto de trabajo para metecos como yo. Conserjes que cedían, por lo general, a los deseos y órdenes de madame, accediendo a sus arbitrariedades y hasta caprichos personales con tal de ganarse unas monedas. De lo contrario, como me pasó a mí, no duraban mucho en ese puesto. Por supuesto, aquella dueña del hotelucho practicaba a su manera la caridad cristiana. Peculiar forma de asegurarse, con la ayuda de la sor, una parcela en la otra vida.
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Mi penúltimo trabajo de esta época fue en una clínica en donde mujeres y hombres ingresaban para cambiar de rostro y de facciones. Si mis otras actividades laborales no me hicieron cambiar de ideas frente al país al que mis pasos me habían encaminado, tampoco lo consiguió esta nueva.
Comenzaba mi jornada a las seis de la mañana, barriendo y fregando todos los rincones de la cocina, en la planta baja, cuyo jefe supremo era un chino. Hasta las enfermeras que bajaban a desayunarse temían al chef chino cuando levantaba sus brazos o su voz y gritaba palabras ininteligibles para ellas. En mi posición de ayudante, mis relaciones con él se limitaban a interpretar correctamente sus gestos y a descifrar sus jeroglíficos verbales de tono subido. Sabía que, para poder comer, tenía que haber limpiado a fondo el suelo y las escaleras, hasta llegar a la recepción. Si me sobraba tiempo, daba brillo a los pasamanos de bronce y dorados, repartidos por todos los pisos de la clínica. O hacía otras labores similares, con tal de no terminar con mi trabajo antes de que todos bajaran a almorzar.
Esta última era la tarea que yo prefería, porque me permitía ver otras caras, sonreír a las enfermeras que pasaban con elegancia y frescura y hasta podía comprobar cómo los clientes que entraban con rostros no especialmente atractivos –no parecidos al mío aunque sí con rasgos desagradables–, salían con otros totalmente recompuestos y embellecidos, que nada tenían que ver con los anteriores. Pero yo sabía que, en el fondo, continuaban siendo los mismos de antes, porque lo que los transformaba no era el cambio de imagen, sino los sentimientos y palabras que brotaban del corazón, y éste seguía siendo el mismo.
Fue en este penúltimo trabajo cuando comprendí que, desaparecidas las arrugas faciales, enderezadas las narices aguiluchas, florecida la calva o rejuvenecidos los cabellos canosos, fortalecidos los músculos o vencida la impotencia sexual, pasara, en fin, lo que pasara, las personas no cambiaban realmente por dentro. Se era lo que cada cual era antes y después de estas operaciones. Y ni todo el dinero del mundo, de este modo gastado, ni la hermosura recuperada en el rostro, ni el poder más ilimitado podían hacer cambiar un corazón ruin. En todo caso, potenciaban las posibilidades para desarrollar las cualidades o vicios –más bien éstos que aquéllas– que cada uno llevaba, disimuladamente escondidos en su alma. Pero antes, durante o después de cualquiera de estos procesos accidentales de la geografía del cuerpo humano, la persona seguía siendo la misma, con sus inclinaciones y defectos congénitos.
Al despedirme de ellos, me pareció que mi jefe, el cocinero chino, sentía de verdad que le dejara. Yo había sido, con creces, la persona que mejor le había comprendido en su culinaria profesión. Mis dotes de lengua se me revelaron entonces. Sorprendente era el que, sin hablar su idioma, en unas semanas lo captara y le comprendiera sin ninguna dificultad. Que, en unos días, adivinara lo que decía el airado cocinero chino cuando se encolerizaba y tradujera al pie de la letra sus exabruptos y palabrotas, era un don que muy pocos podían poseer y que más de uno hubiera pagado una suma astronómica por poseerlo…
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Pese a mi rostro desagradable y a mi escasa altura, mi habilidad lingüística fue totalmente reconocida cuando, en unas horas de duro trabajo con un chófer y dos mozos que descargaban muebles, terminé utilizando los mismos tacos, palabrotas y giros verbales que mis compañeros. Ellos, en su jerga laboral, no dejaron perder ocasión alguna de recodarse religiosamente en los mostradores de los garitos que encontraban a su paso. De esta manera, refrescaban sus gargantas, retomaban fuerzas y alegraban el espíritu, agobiado de tanto mueble descargado, convertido en peso muerto.
Llegó a ser tal la alegría de mis compañeros que, aquel día, terminaron por hacerse un nudo en la lengua con tanto bajar y subir tacos con los muebles y subir y bajar muebles con los tacos. Nudo que intentaban desatascar tantas veces como visitábamos un nuevo “bistrot”, tasca que aliviaba nuestro peso y responsabilidad mercantil.
Realmente, aquel fue el día en que más cansado me encontré en ese país extranjero, alto en su consideración de país libre, y cercano, a la vez, de la miseria y condición humana.
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Al anochecer, tumbado sobre mi cama, intenté recobrar el aliento, sin haber tenido ni fuerzas ni humor para cenar algo. Fue ese día cuando recibí una inesperada visita de la propietaria de mi cuchitril. Era una señora bondadosa y severa a la vez, que inspiraba cierta confianza y respeto. Me recordaba a mi madre, tan fría y distante, por un lado, y tierna y cálida, por el otro. Llevaba dos meses de retraso en el alquiler de aquel sotabanco y la señora, que venía acompañada de su hija, una preciosa muchacha que, curiosamente, no me quitaba los ojos de encima, vino a reclamarme los atrasos. Le pagué las cuatro últimas semanas y le dije, una vez más, que no tenía el dinero suficiente para ponerme totalmente al día, pero que, en cuanto encontrara un trabajo más estable que me permitiera solventar mi caótica situación económica, pensaba saldar mi deuda con ella.
Le hablé bien, con las palabras correctas que hacían falta en aquel momento. Y tan buena sensación le causé que expresó su sorpresa por mi habilidad en dominar su lengua. Me dijo, incluso, que le parecía increíble que, en unos meses de estancia en su país, hubiera conseguido hablar correctamente. Entonces, casi de imprevisto, vino a mi mente la idea de aprovecharme de mi don de lenguas para salir de apuros, y, sin más rodeos, le pregunté si no le interesaba aprender a hablar mi idioma natal o dos o tres más que guardaba en mi bolsa de viajero incansable. A ella le pareció bien. No para ella, que a su edad ya no lo iba a necesitar, sino para su hija, que lo estaba estudiando en el colegio. Y así concertamos que, en adelante, no le iba a pagar más alquiler, sino que, a cambio, iba a enseñar a hablar en mi idioma a su hija, la cual me esperaría, eso sí, cada tarde, de seis a siete, en su casa, un piso más abajo.
Luego comprendí el motivo por el cual creía que ella no dejaba de mirarme mientras sonreía. En realidad, no me estaba observando porque no podía hacerlo con sus ojos de ciega, sino que dirigía su cara hacia mí para escucharme mejor. Aunque no conocía los rasgos rugosos de mi cara, sí se imaginaba cómo era yo por la manera de expresarme. Y su sonrisa, dibujada en sus labios, suplía su mirada ausente.
Ese fue mi primer trabajo realizado con sumo placer y sin temor a que me echaran. Le había caído bien a aquella señora, a la que había acudido igualmente por recomendación de la monja del Servicio de Extranjeros. Y, por una vez, pensé que su trabajo no era tan nefasto como me había parecido al principio.
Esa misma noche, dormí de un tirón hasta las doce del mediodía siguiente.
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A veces, una imagen atraviesa fugazmente mi memoria, desvelándome parte de mi pasado y descubriendo parcialmente las claves de mi existencia. Mas, cuando estoy a punto de descifrar el misterio, un nubarrón vuelve a ocultarme la claridad de la luz reveladora, y todo se vuelve confuso, como antes.
Entonces, poco a poco, voy cediendo ante el pesimismo que me envuelve. Pienso que es inútil seguir escribiendo. Que todo está ya escrito e inventado. Que las mismas palabras están comprometidas con los mercaderes del verbo. Que todo tiene un precio y que, cada mañana o cada noche, tras sondear el mercado, los cirujanos y especuladores del verbo hacen una autopsia a conciencia, dejando la palabra amortajada y embalsamada para que no raspe ni hiera los oídos. Pienso que existe una especulación verbal, y que toda expresión virgen termina por ser adulterada por los profesionales que se acuestan con ella o la prostituyen.
Pienso todo eso al deambular en metro bajo tierra y por las calles del barrio chino, no lejos del cual tuve la suerte de encontrar un tabuco. Pienso que no vale la pena seguir escribiendo lo que me sucede porque no tiene ninguna importancia para nadie, ni siquiera para mí mismo Y que no lograré, por más que lo intente, recobrar, a través de las páginas que llevo ya escritas, mi identidad perdida. Acaso sea más útil inclinarme cada noche en las páginas en blanco de mi cuaderno para adivinar en ellas mi futuro más que indagar mi pasado. Pienso que, cuando escribo, no es por una necesidad más imperiosa que cuando duermo, cuando respiro o cuando orino, liberándome de todas las toxinas introducidas en mi cuerpo. Pero presiento que, si dejo de escribir, dejaré también el hábito de pensar por mí mismo y puede que me abandone definitivamente a la corriente mimética de dejar que los otros piensen por mí.
Por eso sigo aferrado a la palabra escrita, a pesar de la aparente convicción de que ésta no sirva, por el momento, para nada. Posiblemente, nadie se ocupe del lenguaje hermético de un náufrago o de un meteco que no sabe de dónde viene ni a dónde va. Pero ¡quién sabe! Tal vez mañana, algún loco como yo se detenga a examinar esa botella lanzada con este mensaje, y se lance mar adentro para intentar encontrarme…