lunes, 5 de julio de 2010

Capítulo VI. Esperando a la muerte bajo un almendro en flor.


La mayoría de los que creen conocerme reconocen que poseo un don apreciable de conocimientos no al alcance de cualquiera. Pero, a lo sumo, consideran que no soy más que un loco enano que desvaría. “Se puede esperar cualquier cosa –dilucidan con sorna– de ese meteco intelectualoide”. Hasta el momento, a nadie he mostrado estos escritos, consciente de que su grado de comprensión y aceptación podría comprometerles. Y me temo que todo lo expuesto por mí en este manuscrito, si llegara por carambola a sus manos, sería puesto en entredicho. Pero, allá ellos con su incredulidad, porque a fe mía que es cierto lo que cuento, a fuerza de recordar mi pasado.

Volviendo a él, confieso que me asusté cuando aquellos navegantes griegos decidieron echarme de su nave en altamar. Caí en un mar embravecido en donde una enorme ballena me atrapó con la ayuda de sus barbas y me engulló limpiamente. En su estómago, descubrí un nuevo mundo. Una quincena de seres extraños cubiertos de escamas de acero se movían y concentraban en lo que ellos llamaban control de la nave, en donde había aparatejos muy raros para mí.

“No temas –me dijeron en cuanto advirtieron mis ojos de espanto– No vamos a provocarte daño alguno. Sólo queremos comunicarnos contigo y con tus semejantes.

Tras sus palabras que comprendí al instante, experimenté una extraña sensación de paz. Me sentía más seguro en el vientre de aquella ballena que en la nave mercante griega. Ellos me observaban como si adivinaran mis pensamientos y se comunicaran directamente conmigo sin mover para nada la lengua ni la boca. Cubrían sus rostros una especie de escafandra y, pese a no oír sus palabras, adivinaba perfectamente cuanto querían transmitirme y ellos, antes de que moviera mis labios, percibían cuanto quería decirles. Evidentemente, pertenecían a una civilización muy avanzada que superaba en creces a la nuestra.

Eran altos, más que los habitantes de mi isla y, por supuesto, mucho más que yo. Y, al principio de esta experiencia, me parecía como si fueran a hacer mi vivisección sin tocarme para nada. Pero sus movimientos no eran de análisis, sino de intercomunicación. Querían inspirarme confianza y, tras beber un brebaje verde oscuro que me ofrecieron en un recipiente parecido al que usaba madre en sus comidas, me quedé profundamente dormido. Fue el sueño más largo que habitante terrestre puede haber soportado. Y cuando desperté, ya no estábamos en el mar, sino en tierra firme.

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A través del tiempo y del espacio habíamos volado hasta llegar a un planeta desconocido para mí. El lugar donde me hallaba era sencillo: dos piedras cúbicas servían de asiento en medio de una estancia. Sobre el muro, pinturas de animales y vegetales que desconocía y una del carro de fuego de Elías. El cadáver del profeta descansaba junto a otros tres en otra plataforma.

Tú serás –comprendí que me decían– nuestro testigo y confidente. Pero antes, tienes que contarnos de dónde vienes y qué hacías solo, en ese mar, a punto de perecer.

Entonces me sometieron a largos interrogatorios y a un examen minucioso de todo mi organismo. Les indiqué que, si querían estudiarme, no habían escogido el mejor prototipo, debido a que mi estatura era más baja que lo normal y mi cara había sido desfigurada por la lucha contra Abner. Ello no pareció molestarles. Al contrario, me seguían cada vez con más interés. Me explicaron que la tierra de conoce procedía era redonda y que rodaba alrededor del Sol, un viejo astro luminoso sobre el que gravitaban los planetas. Que el mar, de donde me habían recogido, cubría la mayor parte de la superficie terráquea. Y me dieron otras nociones de geografía que me costó comprender. Sobre todo cuando yo estaba convencido de que la tierra era el punto central del firmamento, rodeada del resto de astros.

Les conté con todo detalle mis peripecias personales. Les dije que había salido de mi isla, tras haber saltado los siete círculos concéntricos de las murallas. Que huía, perseguido por los míos, porque había dudado de la palabra de Yahvé y que, inspirados y movidos por el dios Prometeo, aquellos marinos griegos me habían arrojado a las aguas en las que aquel cetáceo volador me había engullido.

Al llegar a este punto, el que parecía mandar comenzó a dar pasos, con las manos en la espalda, alrededor de mi asiento cúbico. Parecía no entender muy bien el motivo de mi castigo por parte de aquella tripulación.

- Todo esto es muy absurdo –comentó, pensativo–. Vuestros dioses, hoy se comen a los hombres; mañana serán los hombres lo que se coman a sus dioses…

Luego, les pregunté por los suyos y me señalaron hacia arriba, mientras añadían:
- Es posible que alguno de nuestros antiguos dioses hayan emigrado a vuestro planeta, la Tierra…

El último de ellos se había exiliado en una nave hacia una galaxia desconocida. Desde entonces, el miedo había dejado de someterles. Incluso la inmortal diosa Muerte había dejado de dominarles

Extrañado por esas confidencias, me preguntaba cómo era posible que no temieran a la muerte. ¿Qué secreto pacto habían firmado con ella?

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- Todos nosotros sabemos –me explicaron esos seres extraños cubiertos de escamas de acero– que un día hemos de desintegrarnos. Cuando llega esa hora, cada cual se encamina hacia la alta montaña y allí desaparece. Es nuestro fin y así lo aceptamos.

Pero ¿cómo adivinan su hora? –pregunté, movido por la curiosidad–. Porque la muerte, al menos la nuestra, no suele ser previsora, ni suele avisarnos cuando decide visitarnos.

- Presentimos cuando llega al final de nuestro tiempo y la recibimos sin sorpresas.

Entre ellos, no existía la envidia, la rivalidad, los celos, el resentimiento, la desconfianza, el rencor... En cambio, entre nosotros, la rivalidad marcaba nuestras vidas. Y ganar era la premisa preferida. Por eso, siempre había quienes preferían aniquilar al contrincante, y, así, reducir al enemigo.

- Lo que no entendemos –continuaron aquellos seres, reflexionando en voz alta– es vuestra necesidad de guerrear en nombre de un dios quien, a menudo, es diferente para contrincante. ¿Por qué, en su nombre, os elimináis unos a otros? ¿Qué necesidad tenéis de crear conflictos en un planeta como el vuestro? ¿Por qué lucháis por un trozo más de tierra arrebatada a vuestro vecino? ¿Cómo justificáis vuestros actos bélicos, confundiéndolos con el deseo de los dioses?

- En la isla de donde procedo –les aclaré– no creemos más que en Yahvé, el dios del universo, y aborrecemos a los otros dioses.

El miedo monopolizador –sentenciaron entonces– es mucho más destructor que el adaptado y dividido entre cada clan.

Tras esta y otras muchas preguntas que, en mi estancia entre ellos, me plantearon, al fin, decidieron:

- He aquí nuestra proposición: Te llevaremos de nuevo a la Tierra, tu planeta. Te devolveremos como antes, con la misma edad que tenías cuando te recogimos en el mar. Aunque nos reservamos la memoria del tiempo vivido entre nosotros.

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La primera conclusión a la que llegué, tras observar detenidamente el lapso transcurrido, desde el momento en que el cetáceo volador me devoró en el mar hasta el instante en que me vomitó sobre la playa desierta, es que el tiempo no es el mismo en este mundo que en el otro. Y que unos días entre ellos pueden convertirse en veintiséis siglos. Prueba de que el tiempo, entre estos seres extraños, no computa de la misma manera que entre los terrícolas.

-Te pedimos –me dijeron antes de depositarme en la Tierra– que sigas observando a los hombres. Y que guardes todas tus anotaciones. Necesitamos intermediarios como tú. Profetas o como se llamen, aunque sean menores. Nos interesa saber qué pensáis y cómo reaccionáis.

Aún recuerdo su despedida, breve y sencilla:

- Vuelve a tu tierra, profeta menor –se despidieron–. Y que la paz del Cosmos te envuelva en tu viaje.

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En un momento de debilidad, no pudiendo guardar por más tiempo mi secreto, se lo conté todo a mi amada. Fue en una noche de primavera, bajo las estrellas que crucifican la noche de mi isla, a la luz de una Luna redonda que estallaba en fulgores. Le relaté mi origen y supervivencia a través de los siglos. Le expliqué mi relación con esos seres de otros mundos y mis temores sobre éste. Le confesé que cualquier día, quien sabía, podía volverme con ellos. O que cualquier noche podía pactar con la muerte o jugarme mi existencia con ella en una partida de dados.

Al escuchar de mis labios esas tétricas palabras, mi amada se quedó muy sorprendida y preocupada. Me contestó que no debía alimentar en mi espíritu tales pensamientos y que me olvidara de mis obsesivos recuerdos del pasado. Que no debía pensar más en él y que sonriera al presente, único momento de mi existencia que valía la pena vivir con plenitud. Insistí en que, para mí, los recuerdos eran parte importante de mi vida. Casi la clave de mis interrogantes. Y que ellos me habían provocado lagunas reveladoras. Quise explicarle con más detalle el origen de mi existencia, pero intuí, en su mirada ausente, que mis palabras le producían oleadas de vértigo. En lugar de dejarse llevar hasta el pasado más remoto, se detenía en cada una de ellas, escuchándolas como un médico a su paciente, dispuesto a dar un diagnóstico.

No hubo manera de que comprendiera que las palabras no eran más que piezas sin valor alguno, como las que podía encontrar sueltas en el mercado o en un cementerio de coches; que lo que realmente valía era su interrelación y su valor comunicativo. Aferrada como estaba a los signos y valores que le permitían vivir con la creencia de que era feliz y de que no podía haber otros tiempos ni mundos mejores, no barajaba otras conjeturas. O no podía. Tal vez tenía demasiado miedo en lo que no podía tocar con sus dedos puesto que sus ojos no podían verlo. Sí, eso creo que sentía al escucharme, cada vez más sorprendida, a medida que avanzaba en mi historia. Su ceguera no era un impulso para su imaginación sino un doble lastre.

Al llegar al relato de la ballena voladora y de los hombres de escamas de acero, ya no pudo aguantar más. Se echó a llorar y empapó con sus lágrimas, salidas de sus ojos sin vida, aquella noche estrellada.

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Ella no podía creer que yo estuviera hablando en serio. Tal vez prefirió pensar que estaba soñando despierta y que mis palabras eran más fruto de mi potente y desequilibrada imaginación que de mi cuerda mente. Me dijo que estaba enfermo y que debía acudir a un especialista. Me temo que no quiso decir “siquiatra” para no herirme. Entonces comprendí que era inútil seguir contándole mi historia. Sabía que me había equivocado revelándole mi secreto. Ella no llegaría nunca a aceptarlo. No podía o, simplemente, no quería hacerlo.

Fue el principio de un periodo que terminaría en una dolorosa ruptura de la que todavía hoy, meses después de producirse, no me he recuperado.

Aquella noche, estuve oyendo, desde lejos, su llanto mal contenido hasta que me sorprendió la madrugada bajo el almendro en flor. El rocío bañó mis mejillas. Nunca me perdonaré haber sido tan sincero con ella. Pensaba que, con el amor, era capaz de comprenderme. Pero tal vez me equivoqué. El amor no tenía para ella nada que ver con mis locuras.

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Durante muchas noches de insomnio me he estado preguntando si, realmente, ella no tendría gran parte de razón. Y si todo lo que me ha estado ocurriendo ha sido fruto de una imaginación que, conectada con la mía, se estuviera divirtiendo o hiciera sus experimentos. No acierto a comprender por qué la lógica de los hombres es a veces tan contradictoria y excluyente. Como hijo que soy de la Tierra, me resisto a creer todo lo que se me dice al oído o se me presenta a la vista sin argumentos ni pruebas convincentes, en desacuerdo con esa evidencia que se impone y es aceptada como fundamental. Pero hay momentos en los que los argumentos y las pruebas no tienen el mínimo valor, y otros en los que los hechos sucedidos tienen, sin razonamientos ni juicios previos, evidencias indiscutibles, al menos para mí.


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A menudo me pregunto quiénes eran ellos y qué hacía yo allí. Ignoro cómo se llamaban y cómo era posible que las condiciones de existencia en su planeta, cuya situación y nombre desconozco por completo, fueran tan parecidas a las de la Tierra.

- Nosotros –me explicaron sin palabras– pertenecemos a una civilización más antigua que la tuya. Y deseamos que nos cuentes cómo viven los hombres de la Tierra, cómo reaccionan y cómo piensan.

¿Tendrían razón los seres de las escamas de acero? Ellos me permitieron pasar del Alfa a la Omega en un sueño que, al parecer, duró veinticinco siglos. Y, si no hubieran tenido estas intenciones, yo no hubiera vuelto a la Tierra.

- En tu planeta –me explicaron–, el descubrimiento de nuevos recursos naturales hará creer en un prodigioso progreso, pero, en cuanto éstos se agoten, el progreso se vendrá abajo y los hombres desconfiarán de todo avance científico.

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Ignoro cómo, en el vientre de aquel cetáceo, surgí de los mares para elevarme con ellos hacia el firmamento, como antaño lo hiciera Elías en su carro y caballos de fuego. Pero estoy seguro de que no se equivocaban cuando me dijeron que, en mi planeta, el agotamiento de los recursos sería tan más rápido como mayor fuera la expansión técnica. Entonces no comprendí lo que querían decirme. Su lenguaje me pareció estar envuelto de una hermenéutica especial, como el lenguaje de los grandes profetas de mi tierra, cuyas profecías eran recitadas de memoria de boca en boca, y a los que el pueblo sólo comprendía una vez cumplidas sus palabras.

- Esta expansión –añadieron ante mí, que no salía de mi asombro ni lograba dar crédito a lo que apercibía– abrirá, en sus comienzos, la puerta de lo que el hombre creerá: la felicidad. Una felicidad que supondrá una hipo población. Pero, inevitablemente, a la expansión técnico- científica le seguirá el apocalipsis.

- Y vosotros –me atreví, entonces, a preguntarles– ¿cómo sabéis todo esto?

- Es una ley –me contestaron– escrita en el universo.

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Los seres de las escamas de acero ya me lo habían advertido. Y, en mi indeterminado periodo de permanencia en aquel cetáceo volador y sobre aquel ignorado planeta, recuerdo haber oído muchas cosas que entonces no entendí pero que se me quedaron grabadas. Como si aquellos extraños seres, sabiendo que entonces no podía comprenderles, las dictaran más a mi memoria que a mi entendimiento, a fin de que, con el tiempo –un tiempo lento y rápido, según como y por quien era apreciado– pudiera llegar a descifrarlas.

En aquel momento, mi incredulidad iba a la par con mi ignorancia. Y como su lógica se me hacía inalcanzable a mi inteligencia, opté por pedirles lo que cualquier mortal les hubiera solicitado para llevar pruebas a los suyos.

- Pero ¿cómo puedo yo creer que lo que me contáis es cierto? –les pregunté, tratando de aferrarme a cualquiera tabla antes de hundirme en mi ignorancia– ¿Cómo puedo fiarme de mis sentidos?

-¿Qué deseas llevarte como prueba?

Entonces les pedí el cadáver de Elías aunque pensé que nadie le reconocería.

- El ya regresó a la Tierra –se adelantaron a explicarme–, se encarnó en otro cuerpo y no le aceptaron. Además, tus Sagradas Escrituras están llenas de señales que nos delatan, y sin embargo, no habéis querido verlas.

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Entonces les pedí que me explicaran claramente cómo una ballena como la que me había devorado podía moverse tan rápidamente entre los mares y, tras surgir de las aguas, ascender al cielo hasta perderse en el firmamento. ¿Qué clase de animal era aquel que contrariaba todas las leyes conocidas y se burlaba de ellas?

- Nuestra “ballena” –intentaron aclararme, en un intento de ponerse a mi misma altura– no es un animal cualquiera. En todo caso, es un cetáceo volador que avanza vertiginosamente en zig zag o cambia bruscamente de dirección en ángulo recto. Porque su pérdida de peso es la de todo el peso que posee. Es decir, que opone cero inercia al cambio de movimiento. Y un cuerpo sin inercia puede avanzar vertiginosamente en zig zag, de acuerdo con la ley de la antigravitación.

Realmente, para mí aquel era un lenguaje inaccesible. No comprendía nada de lo que me explicaban. Sin embargo, sus palabras quedaron grabadas en mi subconsciente. Examiné detenidamente el dibujo que me hicieron del cetáceo volador. Era como una gran ballena con una carga gigante en su parte superior que le servía de combustible. Una especie de bulbo del que salía una luz intermitente. Era como el corazón y el cerebro a la vez que hacían vivir y moverse al cetáceo. Tras tantos siglos en blanco, de ahí nunca he logrado pasar.

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Me explicaron también, por medio de dibujos, que habían partido del principio según el cual “el defecto de masa M resulta ser el duplo de la masa de la energía potencial electrostática”. También eso me lo aprendí sin comprenderlo. Luego, me olvidé de ello hasta que la otra noche me llegó sin esfuerzo alguno a mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido. Algo que tampoco he conseguido comprender.

Era inútil que siguieran explicándome esas cosas. Cada vez utilizaban más palabras de desconocido significado para mí. Pero, para no decepcionarme, me escribieron unas fórmulas. Eran, según me explicaron, del “equilibrio dinámico planetario, y servían para expresar la fuerza gravitatoria que ejerce el centro electro-gravitatorio sobre el cuerpo cargado”. Recuerdo esas fórmulas a la perfección. Las veo claramente escritas en mi memoria y no me costaría nada escribirlas en estas hojas.

Pienso que enseñarlas avalaría parte de lo que cuento. Pero, tras el fracaso con mi amada que no pudo o no quiso comprender lo ocurrido, prefiero seguir guardando mi secreto. Quién sabe si, una vez en manos de los científicos, vayan a servir para potenciar las guerras y los peligros existentes, como ya le pasara a Albert Einstein con la teoría de la relatividad del tiempo y del espacio, aprovechada por los norteamericanos para crear la bomba atómica. Ya no puedo fiarme de nadie. No: definitivamente, me las llevaré conmigo al otro mundo.

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Después de la experiencia de mi viaje a otro planeta, me costó creer lo que tenía ante mis ojos aquella mañana de invierno en la Tierra. Era un día especialmente lluvioso que había aprovechado para hacer un breve viaje turístico a Ucrania, concretamente a Chernobyl. Guardado por un robot, el mausoleo de mil millones de dólares estaba rodeado de vallas, sin que nadie, excepto aquel androide de corazón frío, pudiera recorrerlos con total normalidad. En ellos había miles de casas vacías, comercios deshabitados, edificios abandonados, escuelas sin niños ni maestros. Todos habían huido repentinamente del lugar, sin tiempo para volver la mirada atrás, porque una lluvia radiactiva podía dejarlos a todos como a la mujer de Loth que, por querer ver el espectáculo de una Sodoma inundada en azufre, se había quedado petrificada.

En medio de aquel espacio vallado, sin vida propia, se divisaba un montón de cemento bajo el cual, varios años después de la catástrofe, todavía latía un corazón nuclear que filtraba su sangre venenosa a través de las arterias subterráneas. Era como una bestia abatida que seguía echando bufidos mortales en el aire contaminado. Todo lo cual presagiaba lo frágil que podía llegar a ser el progreso de lo que ellos llamaban el “mundo atómico”. Ningún mensaje para la posteridad. Sólo ese cartel que prohibía el paso a todo ser que preciara su vida y ese robot mecánico vigilando y advirtiendo sus presagios.

Lo tenía ante mí, a unos metros de distancia, y su imagen, obediente y comedida, inspiraba más compasión, por parte de los que lo estaban observando, que agresividad. Se le había programado para que intentara convencer a los que acudían hasta aquellas fronteras. Y, con voz monótona y metalizada hasta el aburrimiento, el androide comenzó, como cada mañana, su monólogo, siempre de la misma manera y en diferentes lenguas:

- Señores y señoras: el petróleo es cada vez más caro y escaso. En estos momentos, representa un 35 por ciento del consumo total mundial de energía y, antes de diez años, las reservas del mundo se habrán terminado; el carbón, un 34 por ciento; el gas, un 19 por ciento y la energía nuclear, un 4 por ciento. Señores y señoras: no se dejen llevar por sentimentalismos estúpidos y piensen con la cabeza. Sólo la energía atómica permite conservar encendidas las luces de la civilización técnica...

Asombraba oír hablar aquel robot sin conciencia ni escrúpulos, al igual que los que lo habían programado. Caían sus frías palabras como la lluvia persistente, sin que ni una de ellas se elevara por encima de las demás.

- Si no contamos con la ciencia –continuó, impertérrito, su mitin habitual–, en lugar de ir hacia delante caminaremos hacia atrás. Y no para volver a un paraíso, señores y señoras, sino al infierno de un planeta superpoblado, hambriento y dominado por tiranías, en donde desaparecerá todo vestigio de democracia occidental. Y nuestra civilización se extinguirá...

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El robot insistía en que cualquier día podía apagarse el sol, un astro luminoso, centro de nuestro sistema planetario, y la Tierra, envuelta en su constante y propia polución, dejaría de contar con él. Razón por la cual era preciso seguir explotando la energía nuclear, única salvadora de la ciencia. El sol caía sobre sus muslos estereotipados, arrancándoles un brillo decadente e irritante. Estaba programado para convencer de que la energía nuclear –la solar, ni la mencionaba– era la más rentable y segura.

- Esto que ven aquí –continuaba en idéntico tono el robot, sin levantar para nada su voz mecánica, mientras elevaba su brazo derecho y señalaba la central medio enterrada– no es más que el fruto de nuestro actual bienestar. Piensen que alguien tenía que pagar para que todos vivamos mejor. Cada avance de la civilización y del progreso ha tenido sus riesgos y la ciencia moderna está todavía repleta de misterios a los que no queda más remedio que someterse. Pero, atención, señores. Esta energía no es bélica. Es pacífica. Sirve para el progreso del hombre y se ha hecho indispensable, a pesar de los accidentes fortuitos y excepcionales que, de vez en cuando, ocurren. Si tienen ustedes miedo del átomo es que tienen miedo al porvenir. Piensen que hoy no nos queda otra alternativa. O aceptamos la ciencia tal como es, o volvemos a la edad de piedra. Y, de no reemplazar la energía del carbón y del petróleo por la del átomo, terminaremos cuidando rebaños de cabras y consolándonos con mendrugos de pan.

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Los periódicos que he podido consultar de las fechas en que sucedió la catástrofe en la antigua URSS en 1986, hablan de una fuga radiactiva mortal, provocada por incomprensibles e inesperados fallos técnicos y humanos. Describen una evacuación forzosa de más de medio millón de habitantes que vivían tranquilamente sin que ninguna autoridad les hubiera prevenido de la posibilidad de tal catástrofe, perfectamente evitable, según técnicos críticos de esta alternativa. Aseguran que el accidente ocurrió por un fallo en el sistema de refrigeración de uno de los reactores de la planta y por una serie de problemas en los mecanismos de seguridad. Tras varios días de silencio impuesto en los medios de comunicación para no alarmar a la población, un millón de dosis de potasio de yodo fue enviado a la comarca para ser administrado gratuitamente a los residentes de la zona. Medida que de muy poco sirvió.

Diez años después, el cincuenta por ciento de los habitantes huidos ya había muerto, atacado por una misteriosa enfermedad que no se quiso relacionar con el caso para no asustar a la población. Y, veinte años más tarde, de aquella tragedia en la que la emisión de radioactividad fue doscientas veces mayor que la de las bombas de Hiroshima y Nagaski, ninguno de los habitantes que recibieron la lluvia radioactiva se había liberado de alguna enfermedad, a pesar de la dosis gratuita de potasio de yodo. Datos que el robot no mencionaba en su perorata que terminaba con estas palabras:

- Nosotros somos los primeros en reconocer que la energía nuclear presenta algunos riesgos, pero también sabemos que todos ellos son perfectamente manejables, convirtiéndose en la fuente más segura y más limpia que conocemos.

Idénticos silencios pesaban sobre otros accidentes nucleares que se registraban en otras zonas. ¿Qué se podía esperar de una energía que había sido concebida en secreto y se desarrollaba en la guerra? Pese a que la mayoría de plantas atómicas estaban monitorizadas a través de computadoras, satélites o robots anticontaminantes, la energía nuclear amenazaba con destruir todo vestigio de ser sobre la tierra.

Se lo grité al oído en el momento que pasó cerca de mí. Pero el robot ni se inmutó. Al parecer lo crearon sin que pudiera entender ciertos discursos. O con lo oídos taponados para ciertas palabras.

- Yo sólo cumplo con mi deber –dijo, justificando su soflama–. Lo siento, tengo mucho trabajo.

Y se dio torpemente la vuelta.

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Suelo pasearme más entre las tumbas del cementerio que entre los edificios de cemento, grandes moles inertes que amenazan con hundir mi isla. Aunque estoy seguro que un día no muy lejano construirán también necrópolis con pisos y plantas superpuestas, rascacielos mortuorios, apéndices de las grandes ciudades, en donde ni los muertos se librarán de la fiebre de los especuladores del suelo.

Acostumbro a pasearme entre el recuerdo de los que ya se fueron. Es una forma de sosegar el dolor provocado por mi amada que se alejó de mí y me dejó solo, con mis pensamientos y fantasmas del pasado y sin mi Paz en quien había puesto todas mis esperanzas para enfrentarme con el futuro.

Ahora ya no espero más visitas que la de la muerte, venga ésta disfrazada de robot, de siquiatra, de juez, policía, turista, o de ser de escamas de acero proveniente de otro planeta. La esperaré sentado bajo un almendro en flor o sobre las rocas gastadas de la costa, mientras miro fijamente el horizonte o intento inútilmente contar las estrellas del firmamento. La recibiré como en aquella ocasión en que mi amada me sorprendiera y me descubriera por primera vez el amor: paralizado y sin saber cómo reaccionar. Sólo despegaré mis labios para susurrarle que me deje llevar un secreto en mis bolsillos. Y viajaré con él, guiado por la muerte, sin volver nunca más la vista atrás.

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Es preciso anotar, antes de irme definitivamente, que los primeros obstáculos serios que enfriaron mis pasos y calentaron mi cabeza fueron precisamente al llegar a la frontera. Yo no conocía el significado exacto de esta palabra hasta que la pisé. Pensaba que lo que separaba un país de otro podría ser un alto muro o unas murallas como las existentes en mi isla, una barrera infranqueable de obstáculos, o el mismo mar que une y divide al mismo tiempo. Pero no. No encontré nada de eso cuando abandoné mi país para entrar como meteco en otro, sino a unos carabineros que controlaban a toda sombra sospechosa que intentaba filtrarse de matute. Ellos estaban allí para eso. Tenían que proteger legalmente sus fronteras, lo mismo que los otros, a unos metros de distancia, protegían las suyas. Y estaban dispuestos a defenderlas negando el paso al ciudadano indocumentado o rechazándole, en última instancia, como los militares, por la fuerza de las armas. Pero ¿defenderlas de qué o contra qué?, me preguntaba yo, sin darme cuenta que eso era lo de menos. Lo importante era el defender algo. Los enemigos venían después. Siempre había algo que defender y hasta pretendían dar la vida por ello, supeditándola a algo tan abstracto como “la Patria”. De lo contrario, los carabineros, la policía, los militares, perdían parte de su razón de ser e incluso podían ser acusados de alta traición.

Y ahí entra la parte burocrática. Cada ciudadano debe estar en posesión de unos papeles debidamente cumplimentados, con todos sus datos personales, que avala al firmante de los mismos. Estos documentos demuestran que uno no solo existe, sino que tiene un nombre y unos datos personales, o que se es capaz de circular sobre ruedas. Otros, en fin, demuestra que uno no es más que un meteco, de fuera del país en donde osa pisar, e indican la procedencia, lugar de residencia, etcétera. Todo este tinglado burocrático implica tiempo, largas colas, papeleo, paciencia y cierta cantidad de dinero.

Esperando en la cola de los que aguardaban pacientemente el momento de pasar por la aduana, me encontré en el bolsillo un pasaporte que coincidía exactamente con mis datos personales. Mi sorpresa fue mayúscula, pero más grande fue cuando lo entregué a los carabineros, los cuales, tras las preguntas de rigor, observaron que todo estaba en regla menos mis estrambóticas contestaciones. Entonces no comprendí muy bien lo que había sucedido. Hoy lo recuerdo perfectamente. Aquellos seres de escamas de acero, previendo lo que iba a sucederme, habían depositado en mis bolsillos aquellos documentos. Pero ¿de dónde diablos los sacaron? Supongo que de otro meteco que debieron secuestrar. Lo raro es que todos los datos personales coincidían con los míos.

- Para nosotros –recuerdo que me dijeron, adivinando en su única respuesta cierto guiño provocado– no es difícil reproducir un terráqueo. Sabemos que cada uno de ellos tiene al menos un doble.

Era la primera y la última vez que presentía sus sonrisas. Era la postrera de sus jugarretas antes de perder la memoria, borrada sin duda por un brebaje que me dieron a beber, previo al vuelo de regreso. Después, mi mente registró un gran vacío, al que las preguntas rutinarias e insistentes de los guardias aduaneros de la frontera, me remitieron una y otra vez:

- ¿De dónde viene?... ¿Es esta la primera vez que visita este país?... ¿Cuánto tiempo piensa permanecer en él?... ¿Con qué intención?... ¿De cuánto dinero dispone?...

1 comentario:

  1. Este personaje,habla mucho de lo que hoy en día
    puede ser un inmigrante.
    Han sido muchos los que se fueron en busca de
    mejorías,no como ese personaje que busca su identidad,a Cambio de otros país,en otros aires. Nunca olvida su procedencia,desconcertados por estar en otro lugar, flaquean a veces sus fuerzas y vuelve al poco tiempo a su lugar de orígenes.
    A su querida isla,... pero,dentro de ella se siente tan extraño, que busca dentro de si mismo,e intentan encontrar de quién es su isla...porque las cosas han cambiado tanto... busca en sus antepasados en la mitología, y sus continuas interiores luchas,que ponen en situación sus místicos personajes, y se enfrenta a sus huidas en un sabio imperfecto,al descubrimiento... muchas veces confunde,al lector con tantos dioses en tantos parajes, mentales, o reales... de curiosos antepasados, un miedo se apodera en enormes batallas...
    Todo un ser de extremas cualidades que no
    encaja en ninguna sociedades, por inhumanas ya que llaman locos, a los mal adaptados

    inmigrantes es el que llegan de otro país con una existencia otorgada.
    La falta de escrúpulos le lleva a ser incomprendido y a cuestionar su fragilidad de ser humano, herido a gritos de llantos se siente incomprendido por todos... hasta de su propia piel, y de sus actos...
    La misma ciudad donde un día se despidió de ella,está irreconocible ya no es la
    de antes...,se ve un ser extraño y de .una incomprensión por parte de su amada, le tacha de demente y acaba dejándolo ...todo se le echa encima una nostalgia le hace sentirse hundido, busca su muerte cuando llega delante de ella se alivia bajo las sombras del almendro,por fin encuentra su identidad tan acosada y se libera de ella bajo su querido arbusto su boca respira en un hilo su último suspiro debajo de su almendro blanco.

    ¡¡inteligente,indefenso meteco !!
    -Bravo Santiago, por ese relato, muy acomplejado pero,brillantes son las letras de tu pluma

    Carmem

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