martes, 9 de febrero de 2010

El ocaso.

A medida que avanzaba en su discurso, notaba que mi paciencia comenzaba a agotarse. Así que, cuando, al fin, pareció terminar de hablar y de enseñarme todos los papeles, que no fueron pocos, le dije, decidido, para que no siguiera perdiendo el tiempo:

- Verá usted, señor agente: siento decirle que a mí no me interesan sus seguros. Pero, aunque me interesaran, no tengo nada para pagárselos. Además, la muerte no me preocupa demasiado. Sé que vendrá y, cuando esto ocurra, bienvenida sea. Aunque mucho me temo que tendrá que preocuparse ella misma por rellenar los impresos que me ofrece…

- Jovencito –insistió, cortándome y reanudando su discurso–: eso es lo que usted lamentablemente piensa ahora. Y hay que agradecerle su sinceridad. Pero, está usted muy equivocado. Porque, a la hora señalada, ella vendrá, con toda seguridad, y le encontrará sin haber tenido tiempo de arreglar todos los papeles. Sea usted por una vez lúcido y abra bien los ojos. En los últimos tres años, las parcelas en el cementerio han aumentado sus precios en un doscientos por ciento. Actualmente, un nicho temporal por dos años cuesta seis mil billetes de los grandes. Un nicho perpetuo, entre cuarenta y cincuenta, y una sepultura perpetua, entre ochenta y cien mil. Por otra parte, nueve de los doce cementerios de esta ciudad se encuentran ya saturados, lo que plantea graves problemas a la inhumación de las cincuenta mil personas que fallecen anualmente en esta capital. En esas condiciones, no me diga usted que tanto le da encontrarse, de repente, ante este panorama desolador. Hay que ser previsores. Porque la muerte puede presentarse en cualquier momento de nuestra vida. Y si no se ha tenido la precaución de preparar un lugar para acogerla, puede resultar una broma muy pesada para sus familiares, aunque sea la última.

‑ Mire usted –le contesté muy secamente–: cuando muera, no quiero que me entierren en ninguno de estos terrenos. En todo caso –añadí, mientras recordaba cómo, en mi infancia, el sol se sumergía cada atardecer bajo las olas, resucitando cada mañana entre las mismas–, quisiera que me incinerasen y que mis cenizas fueran esparcidas en el mar.

- ¿Y quién piensa usted que pagará los gastos de esta incineración –añadió, sin darse por vencido y esperando salvar algo de la derrota que veía avecinarse–, así como el viaje por mar para esparcirlas?

- Lo ignoro. Aunque, en realidad, no me importa lo que ocurra conmigo. Si ya resulta difícil mantenerse con holgura en esta vida, ¿cómo quiere que me preocupe de mi muerte?

Al señor enlutado no le gustó nada este corte. Y no insistió, retirándose con un “que Dios le conserve su buena salud”, decepcionado y confuso de que la gente tomara a la muerte tan a la ligera. Su visita dejó en mi buhardilla un olor a naftalina que flotó en el ambiente durante varios días. Era la primera vez que me indignaba de verdad ante alguien que representaba un papel tan falso y oportunista por unos miserables billetes. Pienso que sólo el dinero es capaz de levantar tales escenas.

(Mañana: Citas y paradojas varias)

1 comentario:

  1. noto que el personaje ha suscitado toda repugnancia al los seguros de defunciones,nada mas lejos que realizar semejante trabajo...
    Perdido en su lejanía,sin recursos económico y en su reconocida situación, la vida fuera de su país,se encargan las nostalgias de poner unas notas, que asoman con pensamientos sumergidos entre oleadas, visiones encargadas de dar luz a sus soleados días expuestos en su niñez.
    Meteco, catalogado por un ocaso, reflejos de una perfecta fotografía de ese maravillo crepúsculo con su mar, olas, y luna

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