jueves, 11 de febrero de 2010

Tu m'aimes un peu?


La segunda de las visitas excepcionales que recibí en mi buhardilla fue de signo contrario a la del agente de seguros y borró para siempre el mal sabor que éste me dejara. Ocurrió en la madrugada de un día de primavera y confieso que su recuerdo cosquillea mi fantasía.

Dormía yo con mi puerta, como de costumbre, entreabierta. No en vano mis vecinos cerraban automáticamente la entrada del bloque de pisos y yo me hallaba en el último, por lo que no me sentía incómodo ni inseguro. Sabía que los ladrones no roban sino a los que esconden algo y que no sospechan sino del que algo tiene que ocultar. Y, si bien, nada podía guardar con más estima que aquella gota de agua que un perro sediento se había llevado para su propia consolación y mi propio desespero, formaba ya parte del pasado.

Dormía, pues, a pierna suelta, cuando un ligero movimiento me despertó. Alguien, cuyo cuerpo adivinaba hermoso y fresco bajo una túnica transparente, entró en mi sotabanco a oscuras, en medio del silencio relativo de la noche. Y, como si conociera cada uno de los objetos esparcidos por sus seis metros cuadrados, pasó entre ellos rozándolos, y se dirigió a mi lecho, en donde se deslizó bajo las sábanas.

Confieso que jamás, en mi ajetreada vida, me había ocurrido algo semejante. Las mujeres, acostumbradas a mirar primero la expresión de mi cara y casi nunca la del alma, reconozco que sentían cierta repulsión por mí. Estaba acostumbrado a no ser tenido en cuenta ni por mi sexo opuesto ni por mis actos y ellas me ignoraban por completo o me desechaban indirectamente. Así que el hecho de ser “invadido” en tales circunstancias, me dejó pasmado.

En verdad, nunca había sentido una impresión tan fuerte. Mi imaginación fue desbordada por esta hermosa y ciega realidad y yo no sabía qué hacer ni qué decir. Sentí su mano cálida acariciándome el cuerpo desnudo. Quise corresponderla pero me hallaba paralizado. Intenté explicarle en todas las lenguas a mi alcance que no es que no me gustara aquel encuentro bajo las sábanas, sino que no acababa de creerlo. Le supliqué que me dejara convencer por mi mismo de que aquel no era un sueño de primavera, que esperara a que la madrugada disipara aquella noche, tragándose con ella todos mis miedos y temores.

Como única respuesta, me contestó con una pregunta maravillosa:

- Mais, tu aimes? Tu m'aimes un peu?

(Mañana: Una dulce madrugada)

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