martes, 26 de enero de 2010

Amantes por horas.


Mis últimos trabajos que me mantuvieron ocupado fueron como conserje de noche en un discreto hotel de ciudad, en la cocina de una clínica de cirugía estética y como ayudante descargador de muebles para una compañía de mudanzas.

Me presenté al hotel, sito en pleno centro de París, con la recomendación de una hermana del Servicio de Ayudas a Estudiantes Extranjeros. La dueña, una madame madura y desconfiada, me ojeó de arriba abajo, como si fuera un objeto raro y extraño que mereciera ser observado con atención antes de aceptarme. Su cara, fina pero con algunas arrugas mal disimuladas, dejaba adivinar que, en su juventud, había sido una hermosa mujer. Pero, por desgracia, sólo le quedaba un geniecillo mal contenido entre sus constantes órdenes y un histerismo insoportable, fruto, en parte, de los celos hacia su consorte, un gran conquistador tanto de animales –se consideraba un gran cazador y, en los muros de su despacho, no faltaban las cabezas de ejemplares de fieras embalsamadas como momias solitarias para la eternidad–, como de hembras humanas de cualquier clase.

La celosa dueña se ensañaba sádicamente contra los sucesivos conserjes de noche que pasaban por su hotel, prohibiéndoles no sólo que pudieran echar una cabezada en las largas e interminables horas de la noche en las que ya no se presentaban clientes en busca de una habitación libre, sino que, a la menor equivocación en las cuentas que debían rendir cada mañana, restaba de sus sueldos lo que, por un involuntario error, no concordaba con sus cálculos matemáticos y precisos.

Su establecimiento ni era de lujo ni demasiado pobre, sino un discreto hotel propio de hombres o de parejas que intentaban pasar desapercibidos durante unas horas de la noche. Pagaban bien el silencio y la discreción, pero la gratificación recibida no eran francos limpios para el conserje. La propina, en todo caso, debía formar parte del sueldo, según prescripciones de la dueña, no siempre cumplidas al pie de la letra. Otra de sus órdenes era no ceder habitación alguna que no fuera doble a cualquier cliente que se presentara solo. Para ellos nunca había habitaciones simples. Por el contrario, cuando estaba a tope y quedaban sólo éstas sin ocupar, las órdenes eran de ofrecerlas a las parejas, cobrándolas a un precio más elevado y como favor especial. De esta manera, su negocio, gracias a la afición de los pequeños burgueses de las grandes ciudades, así como a la discreción por sus pasiones secretas, se mantenía a flote.

Las noches en que trabajé en aquel hotel, tuve ocasión de conocer por mis propios ojos la miseria sexual de algunos humanos. Fue en la tercera noche de trabajo cuando descubrí cómo otros dos clientes, estratégicamente escondidos, se masturbaban frenéticamente. El primero observaba cómo el segundo, creyendo no ser visto, miraba por el ojo de la cerradura a una pareja que acababa de entrar para satisfacer sus necesidades sexuales, tras haber dejado en conserjería una buena propina con la que pagar el silencio de sus apellidos en las fichas policiales. Los dos, en un gesto furtivo, se incorporaron al verme, como si, accidentalmente, hubieran caído por el lugar, simulando dirigirse a sus habitaciones respectivas.

Y fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de una clientela que pernoctaba en aquel lugar, intentando participar, desde las sombras, en orgías secretas de amantes por horas, protegidas por la discreción de una dueña que se hacía aconsejar por aquella monja del Servicio de Ayudas a Estudiantes Extranjeros. De esta forma, la mentada sor recibía, de vez en cuando, ayudas económicas, a cambio de un puesto de trabajo para metecos como yo. Conserjes que cedían, por lo general, a los deseos y órdenes de mandame, accediendo a sus arbitrariedades y hasta caprichos personales con tal de ganarse unas monedas. De lo contrario, como me pasó a mí, no duraban mucho en ese puesto. Por supuesto, aquella dueña del hotelucho practicaba a su manera la caridad cristiana. Peculiar forma de asegurarse, con la ayuda de la sor, una parcela en la otra vida.

(Mañana: Ayudante de un cocinero chino)

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