jueves, 14 de enero de 2010

La gota colgada.


Hoy se habla de la edad que uno tiene, de la profesión y nacionalidad, de los gustos personales, de los gramos de carne comidos diariamente y de los litros de agua o alcohol ingeridos, del dinero gastado, de lo que vale un artículo de consumo, de la medida que uno calza, de la velocidad que alcanza el vehículo propio, de sus caballos, potencia y de la gasolina utilizada, de acuerdo con lo que uno es capaz de ganar en su trabajo, del barrio o distrito en donde uno vive y de las amistades que uno tiene. Por lo visto, en estos tiempos, todo está controlado y milimetrado. Es la obsesión por definirse siempre con relación a lo que nos rodea y no por lo que uno es y piensa, independientemente de lo que nos circunda.

Pero también se habla de los millones y millones de gente en paro que no puede disfrutar de las cosas “normales” de la vida. De los que viven con un pie en este estribo y el otro en el aire. De los que carecen de medios para desarrollar sus profesiones y del número creciente de personas que pierden cada vez más sus señas de identidad.

Entre unos y otros, me sitúo en mi tabuco de seis metros cuadrados de extensión, en el que al menos puedo dar una docena de pasos, bordeando las paredes y sin repetirme. Tal vez trece, pero no más. Puedo asimismo asomarme a la ventana o quedarme inmóvil delante de un espejo que refleja mi figura de los pies a la cabeza. A veces he querido atravesar ese fiel espejo para saber lo que se oculta detrás de la imagen que refleja, pero aún no me he atrevido hacerlo. Y ese enano feo al que llaman Ben Azibi, puesto que así consta en su carnet de identidad, me mira con cierta interrogación. Estoy seguro de que sabe mucho más de lo que aparenta. Otros prefieren pasar las horas frente al televisor, ese invento que permite ver el mundo sin verse a uno mismo.

En primavera, la luz solar entra pronto, llegando tímidamente hasta la mitad del cuchitril. Cuando tenga algo de dinero, pintaré los muros de verde –ahora son azules– y hasta puede que dibuje el sol brillante en el techo. También quisiera arreglar la fotografía de ese grifo, colocada sobre la palangana. Está cerrado pero una gota, siempre colgada en el aire, fue sorprendida por el artista, a mitad de camino entre el orificio de salida de la espita y la jofaina. Intuyo algo misterioso en esa gota que ni sube ni desciende. Diríase que no pertenece ni a la vida ni a la muerte. O mejor, que desciende casi por accidente, sin haber tenido tiempo de conocer la fría realidad del tiempo y del espacio.

Es una gota que me tiene sugestionado. Desde hace tres meses, justo el tiempo en que alquilé esa buhardilla, el grifo fotografiado sigue cerrado. Es grande, de metal bruto y, por la noche, no se le oye respirar ni sollozar. Mi mayor placer al acostarme es dormirme mientras miro fijamente esa gota de agua que, iluminada por las luces de la calle, se mantiene en el aire. Ni decide precipitarse al fondo del recipiente, ni vuelve a introducirse en el agujero del grifo. Ignoro qué nota produciría sobre la palangana si alguna vez, sin más fuerzas para mantener este difícil equilibrio, se desplomara sobre ella. Dependería de la cantidad de agua que hubiera depositada, del mismo sonido exterior, cuando llovizna o llueve a raudales, del florecimiento de la primavera o del bochorno que se apodera del verano.

La puerta de mi desván está casi siempre abierta. Enfrente de la entrada, en el mismo pasillo, hay un tragaluz, un orificio del sobre‑ático en el que los últimos rayos de sol se asoman sin fuerza cada atardecer. Por ahí penetra, hasta mi cuchitril, la postrera luz del día. Esa es precisamente una de las razones por las que quiero que mi puerta siga abierta o, al menos, sin cerrar con llave.

(Mañana, continuará: "La llave perdida")

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