martes, 19 de enero de 2010

El perro del barbudo inadaptado.


Al despertarme, me he dado cuenta del desorden que, esta vez sí, reinaba en mi cuchitril. Mi armario estaba medio vacío; mi mesa había perdido su equilibro y tambaleaba ligeramente; mi espejo, sucio, reflejaba turbiamente mi figura. Y, en el colmo de mi asombro, un hombre barbudo me observaba, forzando una sonrisa de compromiso, mientras el perro que le acompañaba lanzaba un ladrido de advertencia. Me he frotado varias veces los ojos para asegurarme que no seguía soñando. Y, antes de que pudiera pedirle una explicación, se ha adelantado para excusarse:

‑ Buenos días. Perdone por mi atrevimiento, pero he visto su puerta abierta y he entrado.

Y, sin dejar de explicarse, a la velocidad en que hablaba, me ha mostrado su carta de “inadaptado”, varios artículos recortados de la prensa, papeles y más papeles, mientras se lanzaba a la conquista de otro adepto. Al cabo de un largo minuto de un monólogo ininterrumpido, ha resumido, mientras me ofrecía un disco en el que explicaba detalladamente su alternativa:

- Por esto, en este inseguro mundo de los inadaptados, necesitamos de usted.

Le he precisado que no tenía tocadiscos y que yo era pobre, como él. Pero el hombre barbudo ha insistido en pedirme tres francos para sus colegas, los inadaptados, que ni siquiera contaban con un lugar como éste, donde pudieran comer o dormir. Luego, cuando ha comprobado que su petición caía en saco roto, ha rebajado su petición a dos, uno, medio, sólo medio franco para sus inadaptados, mientras el perro que le acompañaba miraba fijamente y con mucha atención la gota de mi grifo suspendida en el aire.

De nuevo, me he dado cuenta del desorden que aquel barbudo defensor de inadaptados había traído consigo. Y he tenido la impresión de que algo acababa de romperse en mi interior, mientras que la voz del visitante, cada vez más grave y compasiva, seguía pidiéndome unos céntimos para sus inadaptados. Temblaba visiblemente su mano rendida hacia mí, cuando, harto de soportar esta situación, le he gritado:

- ¡Ya le he dicho que no tengo nada que darle!

Derrotado ante mi persistente actitud, el barbudo se ha encogido de hombros y ha salido, sin añadir palabra, seguido de su perro. Pero una ola de vergüenza ha invadido mi cara, al darme cuenta de mi desproporcionada reacción.

De nuevo sólo, me he preguntado de qué servía tener la puerta de mi desván abierta si la de mi corazón permanecía cerrada. Es entonces cuando me he dado cuenta de mi desgracia. Y una gran tristeza se ha volcado sobre mí, al constatar que la pequeña gota de agua de mi grifo había desaparecido. Ya no estaba ni en el aire, ni en el suelo, ni en el grifo. Alguien la había definitivamente descolgado de la fotografía y se la había llevado.

Desde aquella visita inesperada, no sólo la mesa había quedado coja. También yo había perdido de alguna manera el equilibrio, pensando que mi gota de agua, siempre inmóvil entre la palangana y el grifo, había desaparecido. Tras varios días de búsqueda, terminé por pensar que alguien –concretamente, aquel barbudo o, más bien, su perro sediento– la habían impunemente descolgado para llevársela consigo.

(Mañana: Mi vecino de piso)

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