miércoles, 6 de enero de 2010

Capítulo I. Meteco, enano feo y sin blanca.

Nota del editor: Iniciamos hoy “El meteco Ben Azibi” con parte del primer capítulo de los seis que tiene la novela. Invitamos a los lectores interesados que nos manden las acotaciones que hayan podido hacer, así como las impresiones de cada reseña. Aceptamos con sumo gusta a los posibles dibujantes interesados por ilustrar estas páginas, especialmente las relacionadas con Ben Azibi, personaje principal de esta historia. Y deseamos que la novela les atrape a todos desde el primer momento, como hizo con nosotros.

Tres fueron los factores determinantes por los que los aduaneros revisaran con lupa mis papeles: ser meteco –extranjero que carecía de todo derecho en aquel país que proclamaba tantas libertades–, ser enano –no superaba los 90 centímetros– y no disponer de suficiente pasta –tenía lo justo para ir tirando–. Además, era feo –mi cara había sido desfigurada por un accidente– y mi presencia despertó cierto interés por parte de los funcionarios. Así que, tras observarme detenidamente como si fuera un bicho raro venido quién sabía de donde, pasaron a lanzarme una batería de preguntas.

-¿De dónde viene y para qué?... ¿Es ésta la primera vez que visita este país?… ¿Cuánto tiempo piensa permanecer en él?... ¿De cuánto dinero dispone?...

No me resultó nada fácil ni cómodo intentar atravesar aquella estación llamada por ellos frontera o aduana. Los funcionarios que examinaban mi nombre y apellidos, mi edad y nacionalidad, mi estado y profesión, esperaban respuestas bien concretas, mientras hacían un registro a fondo de todo lo que llevaba conmigo. Ante mis primeras contestaciones balbucientes –apenas hablaba su idioma–, los agentes me acecharon y me sometieron a un interrogatorio interminable en el que no se ahorraron algunas palabras malsonantes. Hubiera asegurado que les molestaba el descontrol, el no poseer las claves personales de todo individuo que osaba pasar ante ellos y el hecho de que, pese a que, al parecer, llevaba mis papeles en regla, despertaba ciertas sospechas.

Cualquier extraño movimiento contra su indiscutible autoridad en la zona parecía aterrarles. Podían tolerar que un ovni apareciera en el espacio pero no consentían que alguien pudiera pasar sin ser inmediatamente reconocido y fichado por sus máquinas. Pobre de aquel meteco que se atreviera a traspasar aquella frontera o a cruzar sus lindes sin los papeles, documentos o acreditaciones pertinentes. Y no podían permitir que el más insignificante viajero –ellos utilizaban la palabra individuo o, a lo sumo, súbdito– no fuera, al toparse con ellos, perfectamente fichado e identificado para el resto de su vida.

Tres meses después de aquel primer control, todavía recuerdo las caras de aquellos aduaneros, sorprendidos por mis repuestas estrafalarias. No concebían que, en aquel momento, improvisara respuestas al vuelo. Consideraban insolente mi intuición y no estaban dispuestos a perdonarme. Les sacaba de quicio mis extrañas respuestas y todo lo que estaba fuera del alcance de sus preguntas. No aceptaban ni la incoherencia ni el caos mental. Por eso no podían creer que me hubiera olvidado de mi edad, de mi estado y profesión –todo ello constaba en mis papeles pero no se confirmaba con mis respuestas–, así como de mis confusas intenciones al traspasar su frontera. Pensaron que iba bebido, pero mi boca no olía más que a agua. Imaginaban que me había escapado de un manicomio –así llaman a los asilos para locos o dementes–, pero mis papeles estaban en regla y mi documentación era correcta. Todo estaba en orden, excepto mis cabellos, mi figura y mis ininteligibles respuestas.

Finalmente, me dejaron por imposible. Debieron considerar que seguir conmigo, un pobre meteco que, además era enano y feo, suponía, sin duda, una pérdida de tiempo. Para ellos, lo importante era la documentación y no las palabras que pudiera pronunciar un pobre loco inofensivo cuya actuación ya se encargarían otros de vigilar y de juzgar, en caso de transgredir las normas prescritas. Así que pasé, sin más problemas, al menos por aquella primera frontera geográfica.

Hubo posteriormente otras lindes cuyos trámites serían mucho más engorrosos. Sibilinas y sofisticadas fronteras que fueron delimitando cada vez más mi campo de acción. Sus escasas explicaciones –para mí, simples pretextos–, rayaban no pocas veces en el racismo puro. Pero ellos no estaban allí para explicar nada sino para exigir explicaciones a los demás. Y yo, que no pensaba como ellos ni hablaba, al principio, correctamente su idioma, era un ser extraño. Un enano que se expresaba con dificultad, utilizando con exceso palabras, sonidos onomatopéyicos y gestos raros, y que vestía de forma extravagante y en desacuerdo con su tiempo. No era, en una palabra, de los suyos. Era, simplemente, un meteco.

(Continuará)

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