jueves, 7 de enero de 2010

Libertad...


A menudo, caminando con las manos en los bolsillos, vacíos, y la cabeza en un lugar lejano, pensaba yo en mi isla de donde un día había salido por encontrarme aprisionado entre sus murallas y sentirme cercado por sus mares. Necesitaba saltar las primeras, atravesar los segundos y caminar sin necesidad de seguir dando vueltas sobre el mismo terreno de la isla. Precisaba una ruta no cortada por el mar y me encontré con otra, controlada por unos aduaneros.

Me había instalado en aquella urbe, donde las prisas y el anonimato consumían al ciudadano. Y fue delante de un escaparate, repleto de libros impecablemente presentados y con títulos sugestivos en sus portadas, cuando, de pronto, me sobrevino la idea de escribir este diario en la lengua que hablaban esas gentes, como forma de entrenamiento. Me di cuenta de que todas aquellas obras contaban algo, una historia real o imaginaria, homologada por un premio literario o avalada por una prestigiosa editorial que las había lanzado al mercado como objetos de placer visual y de lujo intelectual. Pensé que mi historia no pasaría jamás por un jurado nombrado a dedo por alguna entidad cultural o literaria porque, entre otras cosas, una resaca rebelde de meteco indomable me hacía chocar contra toda autoridad, viniera de donde viniera. Me imaginé mi libro sin premio, sin editor y casi sin título. Un libro sin características de libro. Hojas sueltas emborronadas en las que fuera anotando mis recuerdos. Un incongruente y borroso pasado que sirviera de pauta o de plano literario y que me indicara el camino a seguir.

Necesitaba ir recordando mi vida desde los principios lejanos de mi primera aparición, y anotarlo en hojas en blanco, vírgenes y prestas a dejarse manchar por mis eyaculaciones intelectuales precoces o tardías.

Terminé, pues, de contar unas piezas, guardadas en un calcetín tirado en un rincón de mi cuchitril recién alquilado, y decidí comprarme una libreta lo suficientemente gruesa como para que cupiera en ella toda mi vida pasada, la presente y la futura que empezaba hoy.

Sus tapas eran de cartón rojo y sus hojas, cuadriculadas. “En este momento, no tenemos de otra clase”, me respondió gentilmente la empleada que me atendió. Por lo visto, ni los papeles más inéditos se escapaban en este país a la cuadratura mental de sus diseñadores. Encasillaría mi vida en estas líneas uniformes, respetando los márgenes y los espacios, según las viejas normas escolares que maestros‑policías se encargaban de aplicar a rajatabla.

Esta fue la primera palabra escrita en mi libreta:

“Libertad”.

Palabra firme y agradable que despertaba y exigía ciertos derechos. Conocida en el vocabulario de tanta gente oprimida que sufría en sus carnes la esclavitud y el desprecio de sus opresores. Se levantaba como primera reivindicación de todo ser humano. Libertad, Igualdad, Fraternidad era el lema de esta República en la que había venido a caer. Y, en la plaza de la Revolución, se le había erigido una estatua colosal, la misma que, según decían, se levantaba en la rada de Nueva York. La Libertad iluminando el mundo, según un escrito que había leído de Bartholdi, donado por Francia a América.

(Continuará, mañana: Ruidos urbanos)

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