viernes, 22 de enero de 2010

La loquería.

Uno de mis primeros trabajos realizados fue en un pabellón de reposo. La Maison de Santé, a la que acudía diariamente en calidad de obrero, era un viejo y destartalado edificio en donde, curiosamente, los gestos y razonamientos de los enfermos, más conocidos como “des fous”, (locos de remate), me parecían más lógicos y consecuentes que los de los médicos y las enfermeras que los vigilaban y los castigaban severamente cuando no cumplían sus órdenes. A estos profesionales no les importaba saber por qué su clientela reaccionaba de una u otra forma. Lo importante para ellos era que se cumplieran a rajatabla lo que ellos ordenaban y las normas prescribían.

De esta forma, viví unas jornadas cuajadas de prohibiciones y de órdenes tajantes, de rejas y de castigos severos, de odio y de electrochoques fulminantes..., todo un programa en el que la llave era un símbolo subversivo por esencia que se prestaba a una doble interpretación. Para los médicos y enfermeros/as, una llave sólo debía servir para cerrar, pero era mejor ni mencionarla. En cambio, para aquellos enfermos mentales enclaustrados, podía también servir para abrirles los ojos, la vida y la libertad.

En los excepcionales casos en que alguno de ellos lograba recuperar su cordura y regresaba al mundo de afuera, más pronto o más tarde siempre volvía a ingresar al manicomio, al darse cuenta de lo peligroso que resultaba la vida fuera de aquel recinto.

(Continuará, el lunes, con: Las mil caras del trabajo).

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