viernes, 8 de enero de 2010

Ruidos urbanos.


Desde mi alta ventana de mi cuchitril, recojo todos los sonidos callejeros de esta babilónica ciudad. Entre ellos, los claxonazos y frenazos de los vehículos, tan numerosos como los peatones. Al principio, no me acostumbraba a los ruidos que resquebrajan la noche y continúan en el alba y a lo largo de todo el día con zumbidos y estridencias. Los hay agudos y prolongados, como sirenas de fábricas que marcaban el tiempo de trabajo, y bajos y graves, como sordos resoplidos de barcos transatlánticos que se alejaran de los puertos. Y abarcan toda la gama de las trece notas musicales en todos los tonos. Pero, cuando se escuchan en bruto, resultan harto desagradables y su insistencia me exaspera.

Poco a poco, mis oídos se han ido haciendo a ellos, convirtiéndose en ruidos familiares, hasta el punto de reconocerlos uno a uno, pese a su testarudez insolente pero familiar. Son los bocinazos, pitadas, griteríos, estallidos, chasquidos, zumbidos, estruendos, alborotos, que me unen sonoramente con el estado de los cada vez más descontentos ciudadanos de a pie y me convierten en víctima a la vez de un progreso inarmónico y desequilibrado, orquestado por sordos programadores‑ estadistas, más interesados en el supuesto progreso que en el bienestar y equilibrio de las personas. Esa variada algarabía, así como sus grados de insistencia, me dan habitualmente el pulso de una ciudad enfermiza que sufre de stress continuo y crónico. Como enfermizos me parecieron los aduaneros con sus preguntas de rigor y de rutina.

De entre los sonidos que me llegan hasta este sobre‑ático en que me hallo instalado, prefiero el repique de campanas de las iglesias cuyas torres se levantan, como momias arquitectónicas, en medio de tanta vibración profana y secular. Ellas me desvelan y despiertan mi imaginación. Entre la insolencia de las cosas que toman forma y color con la llegada del sol, cuando éste logra traspasar la frontera sin ser detenido por los controladores de turno, las campanadas se muestran a veces discretas. Pero, en contadas ocasiones, son lanzadas al vuelo, intentando, con su redoble, sobreponerse al ruido de la ciudad en una lucha a muerte entre los sonidos del mundo y los del espíritu.

Desde la alta ventana de mi cuchitril veo el Metro surgir del subsuelo, envuelto en un estrépito, saltando como un delfín de hierro para sumergirse de nuevo en la tierra en donde se convierte en un topo implacable y melancólico. Veo los coches y vehículos en miniatura circular con dificultad por las calles, plagadas de hormigas humanas. La lluvia sumerge los sonidos en un llanto callado. Y, siempre desde mi alto ventanal, oigo, como en un sueño, los obstáculos acústicos de una ciudad cuya cara salvaje se me presenta siempre con la mirada turbia y con una triste sonrisa. Ignoro si es de bienvenida o de desprecio.

(Continuará, próximamente: Las máscaras)

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