miércoles, 16 de junio de 2010

Bajo una noche estrellada.


En un momento de debilidad, no pudiendo guardar por más tiempo mi secreto, se lo conté todo a mi amada. Fue en una noche de primavera, bajo las estrellas que crucifican la noche de mi isla, a la luz de una Luna redonda que estallaba en fulgores. Le relaté mi origen y supervivencia a través de los siglos. Le expliqué mi relación con esos seres de otros mundos y mis temores sobre éste. Le confesé que cualquier día, quien sabía, podía volverme con ellos. O que cualquier noche podía pactar con la muerte o jugarme mi existencia con ella en una partida de dados.

Al escuchar de mis labios esas tétricas palabras, mi amada se quedó muy sorprendida y preocupada. Me contestó que no debía alimentar en mi espíritu tales pensamientos y que me olvidara de mis obsesivos recuerdos del pasado. Que no debía pensar más en él y que sonriera al presente, único momento de mi existencia que valía la pena vivir con plenitud. Insistí en que, para mí, los recuerdos eran parte importante de mi vida. Casi la clave de mis interrogantes. Y que ellos me habían provocado lagunas reveladoras. Quise explicarle con más detalle el origen de mi existencia, pero intuí, en su mirada ausente, que mis palabras le producían oleadas de vértigo. En lugar de dejarse llevar hasta el pasado más remoto, se detenía en cada una de ellas, escuchándolas como un médico a su paciente, dispuesto a dar un diagnóstico.

No hubo manera de que comprendiera que las palabras no eran más que piezas sin valor alguno, como las que podía encontrar sueltas en el mercado o en un cementerio de coches; que lo que realmente valía era su interelación y su valor comunicativo. Aferrada como estaba a los signos y valores que le permitían vivir con la creencia de que era feliz y de que no podía haber otros tiempos ni mundos mejores, no barajaba otras conjeturas. O no podía. Tal vez tenía demasiado miedo en lo que no podía tocar con sus dedos puesto que sus ojos no podían verlo. Sí, eso creo que sentía al escucharme, cada vez más sorprendida, a medida que avanzaba en mi historia. Su ceguera no era un impulso para su imaginación sino un doble lastre.

Al llegar al relato de la ballena voladora y de los hombres de escamas de acero, ya no pudo aguantar más. Se echó a llorar y empapó con sus lágrimas, salidas de sus ojos sin vida, aquella noche estrellada.

(Mañana: “El llanto de mi amada”).

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