martes, 29 de junio de 2010

El discurso del robot.


El robot insistía en que cualquier día podía apagarse el sol, un astro luminoso, centro de nuestro sistema planetario, y la Tierra, envuelta en su constante y propia polución, dejaría de contar con él. Razón por la cual era preciso seguir explotando la energía nuclear, única salvadora de la ciencia. El sol caía sobre sus muslos estereotipados, arrancándoles un brillo decadente e irritante. Estaba programado para convencer de que la energía nuclear –la solar, ni la mencionaba– era la más rentable y segura.

- Esto que ven aquí –continuaba en idéntico tono el robot, sin levantar para nada su voz mecánica, mientras elevaba su brazo derecho y señalaba la central medio enterrada– no es más que el fruto de nuestro actual bienestar. Piensen que alguien tenía que pagar para que todos vivamos mejor. Cada avance de la civilización y del progreso ha tenido sus riesgos y la ciencia moderna está todavía repleta de misterios a los que no queda más remedio que someterse. Pero, atención, señores. Esta energía no es bélica. Es pacífica. Sirve para el progreso del hombre y se ha hecho indispensable, a pesar de los accidentes fortuitos y excepcionales que, de vez en cuando, ocurren. Si tienen ustedes miedo del átomo es que tienen miedo al porvenir. Piensen que hoy no nos queda otra alternativa. O aceptamos la ciencia tal como es, o volvemos a la edad de piedra. Y, de no reemplazar la energía del carbón y del petróleo por la del átomo, terminaremos cuidando rebaños de cabras y consolándonos con mendrugos de pan.

(Mañana: “Los silencios del androide”)

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