jueves, 10 de junio de 2010

Capítulo VI. Esperando a la muerte bajo un almendro en flor.


La mayoría de los que creen conocerme reconocen que poseo un don apreciable de conocimientos no al alcance de cualquiera. Pero, a lo sumo, consideran que no soy más que un loco enano que desvaría. “Se puede esperar cualquier cosa –dilucidan con sorna– de ese meteco intelectualoide”. Hasta el momento, a nadie he mostrado estos escritos, consciente de que su grado de comprensión y aceptación podría comprometerles. Y me temo que todo lo expuesto por mí en este manuscrito, si llegara por carambola a sus manos, sería puesto en entredicho. Pero, allá ellos con su incredulidad, porque a fe mía que es cierto lo que cuento, a fuerza de recordar mi pasado.

Volviendo a él, confieso que me asusté cuando aquellos griegos decidieron echarme de su nave en altamar. Caí en un mar embravecido en donde una enorme ballena me atrapó con la ayuda de sus barbas y me engulló limpiamente. En su estómago, descubrí un nuevo mundo. Una quincena de seres extraños cubiertos de escamas de acero se movían y concentraban en lo que ellos llamaban control de la nave, en donde había aparatejos muy raros para mí.

“No temas –me dijeron en cuanto advirtieron mis ojos de espanto– No vamos a provocarte daño alguno. Sólo queremos comunicarnos contigo y con tus semejantes.

Tras sus palabras que comprendí al instante, experimenté una extraña sensación de paz. Me sentía más seguro en el vientre de aquella ballena que en la nave mercante griega. Ellos me observaban como si adivinaran mis pensamientos y se comunicaran directamente conmigo sin mover para nada la lengua ni la boca. Cubrían sus rostros una especie de escafandra y, pese a no oír sus palabras, adivinaba perfectamente cuanto querían transmitirme y ellos, antes de que moviera mis labios, percibían cuanto quería decirles. Evidentemente, pertenecían a una civilización muy avanzada que superaba en creces a la nuestra.

Eran altos, más que los habitantes de mi isla y, por supuesto, mucho más que yo. Y, al principio de esta experiencia, me parecía como si fueran a hacer mi vivisección sin tocarme para nada. Pero sus movimientos no eran de análisis, sino de intercomunicación. Querían inspirarme confianza y, tras beber un brebaje verde oscuro que me ofrecieron en un recipiente parecido al que usaba madre en sus comidas, me quede profundamente dormido. Fue el sueño más largo que habitante terrestre puede haber soportado. Cuando me desperté ya no estábamos en el mar, sino en tierra firme.

(Mañana: “Dioses y hombres”)

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