lunes, 14 de junio de 2010

El regreso a la Tierra.


- Todos nosotros sabemos –me explicaron esos seres extraños cubiertos de escamas de acero– que un día hemos de desintegrarnos. Cuando llega esa hora, cada cual se encamina hacia la alta montaña y allí desaparece. Es nuestro fin y así lo aceptamos.

- Pero ¿cómo adivinan su hora? –pregunté, movido por la curiosidad–. Porque la muerte, al menos la nuestra, no suele ser previsora, ni suele avisarnos cuando decide visitarnos.

- Presentimos cuando llega al final de nuestro tiempo y la recibimos sin sorpresas.

Entre ellos, no existía la envidia, la rivalidad, los celos, el resentimiento, la desconfianza, el rencor... En cambio, entre nosotros, la rivalidad marcaba nuestras vidas. Y ganar era la premisa preferida. Por eso, siempre había quienes preferían aniquilar al contrincante, y, así, reducir al enemigo.

- Lo que no entendemos –continuaron aquellos seres, reflexionando en voz alta– es vuestra necesidad de guerrear en nombre de un dios quien, a menudo, es diferente para contrincante. ¿Por qué, en su nombre, os elimináis unos a otros? ¿Qué necesidad tenéis de crear conflictos en un planeta como el vuestro? ¿Por qué lucháis por un trozo más de tierra arrebatada a vuestro vecino? ¿Cómo justificáis vuestros actos bélicos, confundiéndolos con el deseo de los dioses?

- En la isla de donde procedo –les aclaré– no creemos más que en Yahvé, el dios del universo, y aborrecemos a los otros dioses.

El miedo monopolizador –sentenciaron entonces– es mucho más destructor que el adaptado y dividido entre cada clan.

Tras esta y otras muchas preguntas que, en mi estancia entre ellos, me plantearon, al fin, decidieron:

- He aquí nuestra proposición: Te llevaremos de nuevo a la Tierra, tu planeta. Te devolveremos como antes, con la misma edad que tenías cuando te recogimos en el mar. Aunque nos reservamos la memoria del tiempo vivido entre nosotros.

(Mañana: Dos tiempos diferentes)

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