jueves, 3 de junio de 2010

Infidelidad.


Durante mis primeros tiempos, apartado de las actividades corrientes de los hijos de mi pueblo, me había convertido en el pregonero de un mensaje cuya transmisión, en los momentos en que oía su imperiosa voz, no podía eludir. Me lanzaba como un enviado de Yahvé y les soltaba mensajes que eran aceptados o rechazados.

En aquellos momentos yo no temía decir la verdad a los cuatro vientos, aunque fuera desagradable para el mismo rey o, aparentemente, una verdad absurda o una perogrullada. Por desgracia, cuando comencé a dudar de la voz de Yahvé, ya no me atreví a volver a salir para pregonar su palabra, y mis contados discípulos comenzaron a perseguirme por considerar que les había traicionado. El carisma del que Yahvé me había investido era, a la vez, un pesado yugo que ya no soportaba. Temía contarles la verdad que había descubierto. Ellos no podían entender que, por permanecer fiel a mis pensamientos, tuviera que ser infiel a la herencia profética, y que me viera obligado a traicionar mis fuentes.

Comencé por ensalzar menos la grandeza de Yahvé que la de su pueblo escogido. Y yo, que había hablado tanto de él en alegorías y símbolos divinos, acabé hablando sólo del hombre. Descubrí que el poder, aunque procediera de Yahvé, terminaba corrompiendo incluso a sacerdotes y profetas. Consideré que, en adelante, era más imperiosa la relación del hombre con el hombre que la de éste con sus dioses. Y llegué a pregonar que nadie estaba capacitado para interpretar la voluntad de Yahvé. O que, en última instancia, todos lo estaban.

(Mañana: “Profeta desengañado”).

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