miércoles, 23 de junio de 2010

La prueba de Elías.


Los seres de las escamas de acero ya me lo habían advertido. Y, en mi indeterminado periodo de permanencia en aquel cetáceo volador y sobre aquel ignorado planeta, recuerdo haber oído muchas cosas que entonces no entendí pero que se me quedaron grabadas. Como si aquellos extraños seres, sabiendo que entonces no podía comprenderles, las dictaran más a mi memoria que a mi entendimiento, a fin de que, con el tiempo –un tiempo lento y rápido, según como y por quien era apreciado– pudiera llegar a descifrarlas.

En aquel momento, mi incredulidad iba a la par con mi ignorancia. Y como su lógica se me hacía inalcanzable a mi inteligencia, opté por pedirles lo que cualquier mortal les hubiera solicitado para llevar pruebas a los suyos.

- Pero ¿cómo puedo yo creer que lo que me contáis es cierto? –les pregunté, tratando de aferrarme a cualquiera tabla antes de hundirme en mi ignorancia– ¿Cómo puedo fiarme de mis sentidos?

-¿Qué deseas llevarte como prueba?

Entonces les pedí el cadáver de Elías aunque pensé que nadie le reconocería.

- El ya regresó a la Tierra –se adelantaron a explicarme–, se encarnó en otro cuerpo y no le aceptaron. Además, tus Sagradas Escrituras están llenas de señales que nos delatan, y sin embargo, no habéis querido verlas.

(Mañana: “El cetáceo volador”)

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