
Mi primera impresión fue nefasta. He pasado tres días y tres noches postrado, acechado por fiebres altas y sudores extraños. En ciertos momentos, he llegado incluso a perder el contacto con la vida, luchando a brazo partido con la muerte que ha venido a mi encuentro sin haber cambiado nada de su terrible aspecto. Ella ha sido el único personaje que he reconocido tal como era cuando dejé mi isla para iniciar mi largo exilio.
Pero mi hora no había sonado todavía y, afortunadamente, la he vencido de nuevo, recobrando el sabor de la vida. He visto surgir el sol de las aguas, tal como lo veía en mi remota infancia; he oído el gorgojeo de los pájaros; he gustado el sabor salado del mar que nos rodea, cuyas olas nunca se cansan de ir y de venir; me he dejado impregnar por el olor del barro con que mis antepasados hacían sus vasijas, y me he frotado la espalda contra un ángulo puntiagudo de las murallas, levantadas sobre las antiguas que rodean la ciudad.
( Mañana, 17 de marzo: De espadas contra el ángulo amurallado)
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