viernes, 5 de marzo de 2010

Una gota de ventura.

Antes de que las estrellas palidecieran y que los basureros, al borde de las aceras, consiguieran limpiar las calles gracias al ronroneo de sus máquinas que trituran y rumian desperdicios, sumido en una pesadilla, he ahuyentado con mis gritos a los malos espíritus. A mi lado, sobresaltada por la horrible pesadilla, desperté a mi amada, quien trató de apaciguar mis miedos.

Luego, consolado por sus caricias y sus besos, he intentado volver a dormirme mientras escuchaba el rumor de su respirar pausado, como el latido del mar en calma. Yo sé que, tras cada gesto de indiferencia y de frialdad, puede esconderse otro de pasión y de ternura, y prefiero confiar más en las fuerzas del bien que en las del mal.

Durante mucho tiempo, he intentado sumergirme en su seno y nadar como un pez en medio del silencio. Pero la aurora me ha sorprendido con los ojos entreabiertos, buscando aquella gota que un día me robaran y recordando los últimos acontecimientos de mi vida. En su lugar, otra gota de ventura se ha quedado colgada entre el grifo y la jofaina.

Confundo su niñez y su adolescencia, sus sonrisas y sus lágrimas, sus besos y sus cóleras. No sé cuándo me mira fijamente o sólo expresan su ausencia, cuándo duerme o cavila, cuando va a gritarme o cuándo va a guardar silencio. No sé ya si la quiero o es ella la que me ama, si yo le doy mi fuerza o ella me regala su ternura. No sé dónde termina ella y dónde empiezo yo. No sé si ha existido siempre o si, como toda criatura, ha comenzado a nacer un día. Bendigo a la madre que la arrojó al mundo y al padre que solicitó al azar su presencia en el vientre de su madre. Bendigo al dios que le dio vida y pienso que quien le ha hecho respirar y vivir es el único dios que tiene razón de ser. Él ha puesto en su boca las palabras que precisa para hablarme. Él ha inventado en su mente los nombres que la acompañan y hace brotar con su soplo su corazón de ninfa.

Todos los relojes del mundo han latido a su ritmo y hasta mi corazón se ha convertido en péndulo para que ella pudiera consultar su hora. La hora de la recogida de las vendimias y la del trigo que se dobla pesadamente a la espera de que sea cortado por la hoz. La hora de los almendros que han florecido en un espasmo de blancura inmaculada. La de la marea que se retira, desnudando las arenas. La de su rostro, sin arrugas, al contrario del mío, surcado por ellas. Como un sol en su cenit en un día de verano, me dejaré caer perpendicularmente sobre la abertura de su alma horizontal. Y penetraré sin prisas por su sonrisa vertical.

Como un rayo de luna agonizante, mi cuerpo lamerá su niñez y sus sonrisas, sus cóleras y sus mentiras, sus tristezas y sus lágrimas. Y, en mi sueño, dejaré que me posea como la primera vez que nos amamos.

(Próximamente: El rosal de espinas).

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