
Para ellos, cada uno de nosotros era, mientras no se demostrara lo contrario, un posible sospechoso. Ellos tenían la obligación de descubrir hasta qué punto sus sospechas eran justificadas. De ahí que nos miraran tan despectivamente y nos obligaran a aguardar pacientemente en una larga cola que sondeaban de vez en cuando, intentando conocer cuantos datos personales pudieran darles una pista.
Cuando cualquiera de la fila llegaba a la ventanilla, a nadie se le ocurría inquirir al funcionario y preguntarle cómo se llamaba, cuántos años tenía, cuál era su verdadera profesión, su estado y cosas por el estilo. Al contrario, eran los agentes que atendían quienes sí lo preguntaban y hasta debían de encontrarlo normal. Además, cada uno de los posibles sospechosos atendido, sacaba dócilmente unas monedas del bolsillo para pagar los impresos, a pesar de que, en letra menudilla, éstos advertían del “importe voluntario”. Y nadie, a lo largo de décadas, se había atrevido a protestar. Si alguien se negaba a contestar u oponía el menor reparo, lo más probable es que se quedara sin impreso y sin carnet de identidad, pieza, por otra parte, indispensable no sólo para acceder a cualquier puesto, trabajo o estudio, sino para que las sospechas de los funcionarios y policías sobre el ciudadano no recayeran con más fundamento sobre lo que podía uno llegar a ser: un indocumentado.
Si esto ocurría, podía suceder cualquier cosa, desde convertirse uno en responsable de varios delitos –el primero de ellos, no acreditar las señas de identidad–, hasta ser retirado de la circulación por ser considerado un peligro público. La cárcel, en todo caso, era el lugar apropiado para pasar horas, meses, años o siglos mientras que todo se aclarase, si es que todo alguna vez se aclaraba.
(Mañana: Mi turno)
No hay comentarios:
Publicar un comentario