viernes, 26 de marzo de 2010

Los misteriosos compartimentos del corazón de mi amada.

Desengañado con este primer fracaso, he vuelto a mi casa cuya puerta he encontrado cerrada. Me pareció que había una llave en la cerradura, metida por la parte de dentro, por lo que pensé que alguien se había encerrado. Pero, tras haber golpeado fuertemente con mis puños, he llegado a la conclusión de que no había nadie en el interior. Mi amada había salido y pensó que era más prudente cerrarla. La puerta se resistió a varios de mis empujones. Agotados los recursos puestos a mi alcance, he entrado en mi casa como un ladrón, subiéndome al terrado y deslizándome por una cuerda hasta la altura de una ventana abierta por la que me he introducido. Lucía un sol de justicia y mis manos se me enrojecieron al rozar con el cordel. Descendí marcando las huellas de mis suelas sobre el muro blanqueado con cal. Cuando logré, al fin, entrar en casa era casi el mediodía y me hallaba muy cansado.

Pese al esfuerzo realizado, reconozco que, a veces, es más fácil penetrar en mi casa, incluso estando cerrada con llave, que introducirme en los burocráticos despachos de los funcionarios y más aún en los misteriosos compartimentos del corazón de mi amada. Hay en ellos registros indescifrables, pensamientos y palabras imposibles de descubrir si no consigo, tras mimos y caricias varias, encontrar los caminos que conducen hasta él.

Hay silencios más fuertes que el retumbo de un trueno y miradas vacías más devastadoras que huracanes. Por eso, cuando llega la noche, busco los rincones de su cuerpo, con mis manos balbucientes, que me permitan encontrar la clave de su gracia y el derroche de su amor. Ella resiste, atrincherada en una aparente ausencia, mientras recorro con mis dedos desde la punta de sus pies hasta el último de sus largos cabellos. La cubro de besos y la envuelvo de deseos salvajes retenidos en mis gestos delicados. Hasta que, de pronto, termina por claudicar, cediendo cuando menos lo espero, y entregándose a mis besos prolongados... ¡Cuántas veces me ha sorprendido, avanzada ya la noche, abriéndome su cuerpo y su alma ante el nuevo matiz de gestos y palabras que, horas antes, no habían servido de nada! Me extenúa este juego en el que represento el papel de cazador de una gacela huidiza. Pero, cuando la gacela, a la que no consigo atrapar, se me entrega, tras una dura persecución, extenuada y abatida ella también, la recompensa es tan grande que todo esfuerzo se vuelve insignificante, y todos los fracasos se ven remunerados en creces.

(Próximamente: Libre, pero en paro)

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