miércoles, 31 de marzo de 2010

Capítulo III. De retorno a mi isla. (Recapitulación)


De mi antiguo pueblo no he encontrado piedra sobre piedra. Todo ha sido cambiado, vendido, transformado por el nuevo colono al que ahora llaman inversor, nuevo conquistador, turista... Los aborígenes han sido destruidos, aplastados, borrados. El indígena ha vendido sus tierras, su lengua, su conciencia, sus costas y sus playas, sus creencias y sus lugares comunes, sus raíces y su historia. El forastero se ha hecho con todo y todo está ahora supeditado al interés del colono, que ha impuesto sus costumbres, sus nombres y hasta su idioma. La misma crónica de mi isla ha sido tergiversada y se han perdido las raíces de la historia de mi pueblo. Ya no se reivindican sus fuentes sino su entroncamiento con los invasores, como si éstos fueran los salvadores y verdaderos protagonistas de la historia. En estas condiciones, me va a resultar muy difícil encontrar mi identidad perdida.

Mi primera impresión fue nefasta. He pasado tres días y tres noches postrado, acechado por fiebres altas y sudores extraños. En ciertos momentos, he llegado incluso a perder el contacto con la vida, luchando a brazo partido con la muerte que ha venido a mi encuentro sin haber cambiado nada de su terrible aspecto. Ella ha sido el único personaje que he reconocido tal como era cuando dejé mi isla para iniciar mi largo exilio.

Pero mi hora no había sonado todavía y, afortunadamente, la he vencido de nuevo, recobrando el sabor de la vida. He visto surgir el sol de las aguas, tal como lo veía en mi remota infancia; he oído el gorgojeo de los pájaros; he gustado el sabor salado del mar que nos rodea, cuyas olas nunca se cansan de ir y de venir; me he dejado impregnar por el olor del barro con que mis antepasados hacían sus vasijas, y me he frotado la espalda contra un ángulo puntiagudo de las murallas, levantadas sobre las antiguas que rodean la ciudad.

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Pasados los días de crisis, la vida se me ha antojado como una espada sin empuñadura en las manos de un niño. He pensado en luchar con ella, deshaciendo entuertos; en jugar a grandes o pequeñas aventuras; en guardarla y enfundarla, como un recuerdo demasiado peligroso. Pero, al final, no he sabido cómo cogerla para que no me lastimara con su filo y he preferido resignarme y aceptarla sólo con mi imaginación, como acepto las arrugas que no disimulan la edad. Tal como están las cosas, no puedo permitirme el lujo de perder más tiempo pensando en lo que voy a hacer con ella. Demasiado tarde para ello. De todas formas, tengo la impresión de que mi vida, llena de enigmas, pesa ahora más que mis propios pensamientos y que todo lo que pudiera escribir sobre ella.

Después de haberme sumergido en las aguas del anonimato, surjo de nuevo para comenzar de cero. Y me he vuelto a frotar la espalda contra el ángulo puntiagudo de las murallas. Sé que, cuando me decida a expresar lo que pienso y conozco, se va a terminar mi reposo. Todos me invadirán de nuevo y me acusarán de perjurio y de haber perdido el juicio. Me descuartizarán, querrán devorarme las entrañas Ordenarán examinarme las estrías del cerebro, los compartimentos del corazón, los testículos y la punta de mi lengua. Pero no encontrarán nada subversivo porque lo habré guardado todo en un lugar secreto, esperando el momento oportuno y decisivo para sacarlo a la luz.

Una televisión alienadora que llega de fuera, como si fuera el cordón umbilical que une la colonia a la metrópolis, una radio, sin fuerza ni imaginación creadora, unos espectáculos que más que distraer, aburren al personal, y unos libros, periódicos y revistas que no cuestionan ni la Historia ni la fuerza del supuesto progreso, me dejan, al cabo de cada jornada, la engañosa impresión de que han logrado burlar al personaje que llevo dentro. Pero yo sé que él sigue ahí, escondido en mi interior, agazapado, esperando el momento más oportuno para lanzarse al ataque.

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Sólo y sin ayuda de nadie, ¿podré encontrar mi propia conciencia e identidad diluida en las aguas del puerto? Riela la luna en el mar y, de vez en cuando, me miro en la contaminada bahía, invadida por buques de pasajeros, de mercancías o por algún barco de guerra. Intento encontrar en su superficie el reflejo de alguno de mis gestos. Pero, entre ellos, no logro divisar ni el parpadeo de mis ojos, ni el desafío que asoma en mi mirada, bajo el bosque salvaje de mis cabellos enredados y mi barba profana que oculta mi vergonzosa tez.

Luego, ya en casa, erguido ante la presencia de mi amada, desnuda en la cama, intento disimular la pesadez de mi vientre, hinchado de agua y de vacío, mientras la excitación de mi sexo provoca un murmullo de palabras que brotan de mi boca, buscando la suya bajo la noche estrellada de mi isla. Y me pregunto si, tras ella, lograré un día encontrar lo que busco.

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Después de todo, encontrarse es lo de menos –me susurra mi amada, que no puede soportar que me sienta, de esta forma, tan deprimido–. Lo importante es aceptarse tal como uno es.

Aceptarse, abofetearse, despreciarse, escupirse, limosnearse, gritarse, esperarse en la esquina de la calle para sorprenderse, desesperarse, reírse y apiadarse de uno mismo, perdonarse, morirse y resucitar de nuevo por los siglos de los siglos: ese debe de ser ahora mi sino.

Desde que el mundo tiene conciencia de sí mismo, admitiéndose como hijo de perra que es de un universo desconocido, el hombre no hace más que intentar comunicarse con el hombre. Algunos filósofos aseguran que se trata de un animal sociable. Pero ese animal no deja de acechar a su misma sombra y todavía no se ha atrevido a enfrentarse consigo mismo. El hombre sigue siendo el lobo del hombre y la soledad, su inseparable compañera.

Hay quien dice que el escritor no se resigna a la soledad. Si esta definición es cierta, yo nunca seré escritor. Porque pienso resignarme a ella. Quiero encontrarla, violarla, embarazarla y celebrar luego nupcias con ella. Será una boda extraña, exótica y salvaje en la que no habrá más testigos que mis pensamientos y mis palabras escritas en la arena, que las olas borrarán al instante.

Nadie sabrá de nosotros. No habrá novela, ni artículo, ni reportaje, ni documental que recuerde este extraño maridaje. Y ni siquiera nuestros hijos se acordarán de nosotros. Nacerán sin memoria y se morirán sin haber conocido a sus antepasados.

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Esta mañana he ido en busca de mi identidad oficial. Al llegar a mi isla, los aduaneros me habían advertido, viendo mis papeles, que, en caso de vivir en ella, necesitaba de un certificado de residencia oficial para cualquier trámite. Mi carnet de identidad y otros papeles habían caducado. Razón por la cual empezaron por advertirme con una multa simbólica. Era el primer aviso de que ya nada sería como antes. Y mi primera impresión de que, incluso en mi isla, me sentiría tan extranjero como en el país que acabo de dejar por ella.

He llegado a una vieja oficina en la que habían colocado un cartel que decía: “Documento Nacional de Identidad”. En la ventanilla de información, la cola de quienes esperábamos que llegara nuestro turno llegaba hasta la calle. El funcionario de guardia que atendía parecía estar prisionero entre montones de fichas iluminadas por una tibia luz, pero, a juzgar por el tono de su voz y por sus modales de pequeño taifa, he comprendido enseguida que, en todo caso, los prisioneros éramos los del otro lado de la ventanilla que aguardábamos nuestro turno. En cualquier caso para poder tramitar cualquier documento, nosotros necesitábamos de él, y no él de nosotros.

Al cabo de diez minutos en los que se ha fumado un cigarrillo, ha consultado unas fichas y ha soportado con evidente malhumor a un señor calvo que, además, estaba medio sordo, le ha tocado el turno a una mujer joven, con pantalones ceñidos a un cuerpo macizo. La cara de nuestro funcionario ha cambiado repentinamente. La sonrisa se ha dibujado en sus labios y le ha hablado con especial atención. De pronto, las prisas parecían haberle desaparecido. La ha atendido mientras echaba varias bocanadas de humo y los rasgos desagradables de su cara se le han suavizado hasta lo increíble. Durante un largo rato, más que un burócrata cualquiera, parecía un galán arrullando a su manera a la doncella, mientras la cola seguía creciendo. No parecía que aquel agente tuviera ninguna prisa. Y, mientras la joven se alejaba, asombrada por la amabilidad del sujeto, éste la ha seguido con su mirada como si sus ojos la estuviesen desnudando. Luego, con el siguiente, su cara ha vuelto a recuperar su habitual expresión de funcionario hastiado, renovando sus gestos de premura.

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Veinte minutos más tarde, delante de mí, la fila era más corta pero, por detrás, se había alargado hasta llegar a la esquina de la calle. Algunos sacaron unos bocadillos que llevaban preparados para el caso y otros, armados de paciencia, adoptaban posturas cómodas, presintiendo que aquello tanto podía durar diez minutos, diez horas como diez días. El perro de mi vecino de fila bostezó, abriendo descaradamente sus fauces, y se ha tumbado en el suelo. Un funcionario de policía pasó ante él y le advirtió al amo del animal que “aquí no se admiten ni perros ni delincuentes”. Otros tenían aire de asqueados, menos por la presencia de aquel animal que por tener que soportar diariamente aquella especia de chusma que le sacaba de sus casillas.

Para ellos, cada uno de nosotros era, mientras no se demostrara lo contrario, un posible sospechoso. Ellos tenían la obligación de descubrir hasta qué punto sus sospechas eran justificadas. De ahí que nos miraran tan despectivamente y nos obligaran a aguardar pacientemente en una larga cola que sondeaban de vez en cuando, intentando conocer cuantos datos personales pudieran darles una pista.

Cuando cualquiera de la fila llegaba a la ventanilla, a nadie se le ocurría inquirir al funcionario y preguntarle cómo se llamaba, cuántos años tenía, cuál era su verdadera profesión, su estado y cosas por el estilo. Al contrario, eran los agentes que atendían quienes sí lo preguntaban y hasta debían de encontrarlo normal. Además, cada uno de los posibles sospechosos atendido, sacaba dócilmente unas monedas del bolsillo para pagar los impresos, a pesar de que, en letra menudilla, éstos advertían del “importe voluntario”. Y nadie, a lo largo de décadas, se había atrevido a protestar. Si alguien se negaba a contestar u oponía el menor reparo, lo más probable es que se quedara sin impreso y sin carnet de identidad, pieza, por otra parte, indispensable no sólo para acceder a cualquier puesto, trabajo o estudio, sino para que las sospechas de los funcionarios y policías sobre el ciudadano no recayeran con más fundamento sobre lo que podía uno llegar a ser: un indocumentado.

Si esto ocurría, podía suceder cualquier cosa, desde convertirse uno en responsable de varios delitos –el primero de ellos, no acreditar las señas de identidad–, hasta ser retirado de la circulación por ser considerado un peligro público. La cárcel, en todo caso, era el lugar apropiado para pasar horas, meses, años o siglos mientras que todo se aclarase, si es que todo alguna vez se aclaraba.

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Al fin, llegó mi turno. Estaba cansado y harto de esperar. Así que, nada más preguntarme por mi profesión, le he respondido, sin pestañear, mientras me ponía de puntillas sobre un taburete que siempre llevo conmigo para llegar a las ventanillas de cualquier administración:

- Todas y ninguna, según cómo se mire.

El funcionario me ha contestado, un tanto molesto:

Concrete usted un poco más y dígame su primera profesión, la más importante.

Entonces he recordado de mi pasado y he optado por decirle al funcionario la verdad.

- He ejercido de profeta. Eso es. Fui, sobre todo, un profeta.

Su asombro inicial se ha convertido enseguida en indignación a medida que le he repetía muy despacio:

- Profeta. He sido un profeta menor hasta que tuve que marchar de mi isla. Usted perdone si le cuesta creerme, pero, en mis orígenes, no tuve otra profesión, que yo recuerde, aunque entonces no era considerada una profesión propiamente dicha, sino una vocación especial.

- En este caso –me ha gritado sin poder contener más su corta paciencia de funcionario que no consentía que nadie se burlase de él–, traiga usted un certificado de su patrón, conforme ha practicado la profecía, firmado y sellado por él, con dos pólizas de ochenta céntimos. Y consiga de la Delegación del Ministerio de Trabajo que su título le sea reconocido y homologado. Luego, vuelva aquí, y terminaremos de tramitar su caso. ¡El siguiente, por favor!

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Una funcionaria de la Delegación del Ministerio de Trabajo me ha contestado que el oficio de profeta ya no existe. Que se extinguió hace varios siglos. Pero ha reconocido que, en la antigüedad, funcionó y que, efectivamente, hubo profetas mayores y menores.

- De todas maneras –me contestó–. Mejor que no siga perdiendo el tiempo con esta vieja historia porque no va a sacar nada en limpio.

Instalada en el corazón del hombre, la burocracia se ha apoderado de él de tal forma que luchar contra ella resulta un suicidio. Está bien, me rindo. Les seguiré su juego como lo seguí en el país de donde vengo. Ellos se lo pierden.

----------------------------------------------------------------------------------

Desengañado con este primer fracaso, he vuelto a mi casa cuya puerta he encontrado cerrada. Me pareció que había una llave en la cerradura, metida por la parte de dentro, por lo que pensé que alguien se había encerrado. Pero, tras haber golpeado fuertemente con mis puños, he llegado a la conclusión de que no había nadie en el interior. Mi amada había salido y pensó que era más prudente cerrarla. La puerta se resistió a varios de mis empujones. Agotados los recursos puestos a mi alcance, he entrado en mi casa como un ladrón, subiéndome al terrado y deslizándome por una cuerda hasta la altura de una ventana abierta por la que me he introducido. Lucía un sol de justicia y mis manos se me enrojecieron al rozar con el cordel. Descendí marcando las huellas de mis suelas sobre el muro blanqueado con cal. Cuando logré, al fin, entrar en casa era casi el mediodía y me hallaba muy cansado.

Pese al esfuerzo realizado, reconozco que, a veces, es más fácil penetrar en mi casa, incluso estando cerrada con llave, que introducirme en los burocráticos despachos de los funcionarios y más aún en los misteriosos compartimentos del corazón de mi amada. Hay en ellos registros indescifrables, pensamientos y palabras imposibles de descubrir si no consigo, tras mimos y caricias varias, encontrar los caminos que conducen hasta él.

Hay silencios más fuertes que el retumbo de un trueno y miradas vacías más devastadoras que huracanes. Por eso, cuando llega la noche, busco los rincones de su cuerpo, con mis manos balbucientes, que me permitan encontrar la clave de su gracia y el derroche de su amor. Ella resiste, atrincherada en una aparente ausencia, mientras recorro con mis dedos desde la punta de sus pies hasta el último de sus largos cabellos. La cubro de besos y la envuelvo de deseos salvajes retenidos en mis gestos delicados. Hasta que, de pronto, termina por claudicar, cediendo cuando menos lo espero, y entregándose a mis besos prolongados... ¡Cuántas veces me ha sorprendido, avanzada ya la noche, abriéndome su cuerpo y su alma ante el nuevo matiz de gestos y palabras que, horas antes, no habían servido de nada! Me extenúa este juego en el que represento el papel de cazador de una gacela huidiza. Pero, cuando la gacela, a la que no consigo atrapar, se me entrega, tras una dura persecución, extenuada y abatida ella también, la recompensa es tan grande que todo esfuerzo se vuelve insignificante, y todos los fracasos se ven remunerados en creces.

----------------------------------------------------------------------------------

Ya no soy un extraño indocumentado en mi isla y puedo demostrar fehacientemente que soy oriundo y procedo de esta tierra. Pero, de muy poco ha servido poner todos mis papeles en regla porque no han sido capaces de darme un trabajo de acuerdo con lo único que, un día, fuera capaz de hacer: pronosticar el futuro.

Sea realista –me han advertido al insistir yo en mi primer oficio–, el trabajo escasea. Apúntese al paro y espere a que le llamen.

Me dicen que no me dan trabajo porque no lo hay. Y no lo hay porque el mercado tiene miedo del futuro. Hay quien, lejos de preocuparse por el presente, prefiere invertir en armamento y prepararse para el caso de un conflicto mundial. Solo así, piensan, si éste llega a desencadenarse, habrá muchas vacantes y plazas libres para trabajar. Así que ésta es la solución más coherente que algunos ven: prepararse para la guerra. Y repiten por activa y por pasiva esta teoría, despreciando las vías normales de convivencia y crecimiento y descartando otros caminos para crear nuevos empleos. Y sólo me ofrecen la posibilidad de ingresar en la Policía o en el Ejército, pero, mi currículum y mi presencia no parecen estar a la altura de las circunstancias. Las suyas, no las mías. Y no aceptan a metecos enanos, feos y sin blanca, y menos a quienes son capaces de pensar por sí mismos.

En mi isla, al igual que cuando me presenté en otros países como un meteco, tengo todos los derechos de ciudadano reconocidos por la Declaración de Derechos del Hombre y por la Constitución, incluso el derecho al trabajo, pero aquí no puedo ejercerlo porque dicen que no hay puestos de trabajo a mi altura, algo que el legislador no ha previsto. En estas circunstancias, casi hubiera preferido quedarme donde estaba, aunque me consideraran un meteco. Laborando de sol a sol, allí al menos tenía para vivir. Mientras que aquí, sin perspectiva alguna laboral, sólo muriendo pueda quizás dar un poco de trabajo a los demás.

Ahora me consuelo pensando que, gracias a ellos y a sus leyes, ya no soy extranjero, sino un ser totalmente integrado y reconocido. En cambio, no tengo ni lo mínimo para comer y para vivir. En este caso, la meteca es mi amada, pero ella no tiene necesidad de trabajar porque su madre, mi ex patrona, nos sigue mandando dinero para poder sostenernos mientras yo busco una ocupación remunerada que pudiera aparecer.

- No pierda las esperanzas –me aconsejan– ¿quién sabe si algún día?

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Otros no disfrutan de trabajo ni de ciudadanía alguna. Me refiero a los inmigrantes de países más pobres que llegaron a la isla, pensando que aquí podrían trabajar y vivir, pero se encontraron sin casa, sin trabajo, sin amigos y con toda una batería de rechazos. Son los metecos más pobres, tan diferentes a los metecos distinguidos.

Estos últimos, aupados por la pujanza económica de sus países, se han hecho con bienes raíces del nuestro y desempeñan un papel importante. Ellos llegaron con los bolsillos repletos de divisas, y, más que meterse en las actividades comerciales e industriales, vinieron a disfrutar del paraíso de la isla. Con su fama y sus cartas credenciales, primero se ganaron la confianza de las autoridades. Hasta el punto de que éstas se dejaron engatusar por sus propuestas de compra de fincas y tierras, no para trabajarlas, como hacen los campesinos, sino para vivir plácidamente en ellas. Estos metecos, de igual nomenclatura que los advenedizos pero con una condición y posición totalmente diferente, han conseguido todo el respeto y consideración del isleño. Y, aislados dentro de la isla, unidos con el mundo gracias al cordón umbilical del ordenador, sin más lengua que el alemán o el inglés, se desentienden del resto de metecos, a los que consideran de un rango inferior y diferente al de ellos.

En el otro lado, están los metecos que corresponden al grupo de los gitanos, árabes, emigrantes africanos, latinoamericanos…, que intentan sobrevivir con un trabajo cualquiera, cuando tienen la suerte de hallarlo. Y constituyen la apodada “raza inferior”, así llamada por algunos ensayistas, que intentan dividir la historia de la Humanidad en una raza superior y otra inferior.

Desgraciadamente, en toda la isla ha aumentado el chauvinismo, la discriminación y la intolerancia racial, mientras una alarmante falta de trabajo y un racismo latente se agudizan, al mezclarse con problemas como la inseguridad en el empleo o la falacia de que los inmigrantes “quitan puestos de trabajo a los isleños”.

Ante este panorama, me cubro la cara de vergüenza y renuncio al mismo origen de mi nombre.

martes, 30 de marzo de 2010

Los otros metecos.


Otros no disfrutan de trabajo ni de ciudadanía alguna. Me refiero a los inmigrantes de países más pobres que llegaron a la isla, pensando que aquí podrían trabajar y vivir, pero se encontraron sin casa, sin trabajo, sin amigos y con toda una batería de rechazos. Son los metecos más pobres, tan diferentes a los metecos distinguidos.

Estos últimos, aupados por la pujanza económica de sus países, se han hecho con bienes raíces del nuestro y desempeñan un papel importante. Ellos llegaron con los bolsillos repletos de divisas, y, más que meterse en las actividades comerciales e industriales, vinieron a disfrutar del paraíso de la isla. Con su fama y sus cartas credenciales, primero se ganaron la confianza de las autoridades. Hasta el punto de que éstas se dejaron engatusar por sus propuestas de compra de fincas y tierras, no para trabajarlas, como hacen los campesinos, sino para vivir plácidamente en ellas. Estos metecos, de igual nomenclatura que los advenedizos pero con una condición y posición totalmente diferente, han conseguido todo el respeto y consideración del isleño. Y, aislados dentro de la isla, unidos con el mundo gracias al cordón umbilical del ordenador, sin más lengua que el alemán o el inglés, se desentienden del resto de metecos, a los que consideran de un rango inferior y diferente al de ellos.

En el otro lado, están los metecos que corresponden al grupo de los gitanos, árabes, emigrantes africanos, latinoamericanos…, que intentan sobrevivir con un trabajo cualquiera, cuando tienen la suerte de hallarlo. Y constituyen la apodada “raza inferior”, así llamada por algunos ensayistas, que intentan dividir la historia de la Humanidad en una raza superior y otra inferior.

Desgraciadamente, en toda la isla ha aumentado el chauvinismo, la discriminación y la intolerancia racial, mientras una alarmante falta de trabajo y un racismo latente se agudizan, al mezclarse con problemas como la inseguridad en el empleo o la falacia de que los inmigrantes “quitan puestos de trabajo a los isleños”.

Ante este panorama, me cubro la cara de vergüenza y renuncio al mismo origen de mi nombre.

(Mañana: Recopilación del capítulo III: De retorno a mi isla.)

lunes, 29 de marzo de 2010

Libre, pero en paro.

Ya no soy un extraño indocumentado en mi isla y puedo demostrar fehacientemente que soy oriundo y procedo de esta tierra. Pero, de muy poco ha servido poner todos mis papeles en regla porque no han sido capaces de darme un trabajo de acuerdo con lo único que, un día, fuera capaz de hacer: pronosticar el futuro.

‑ Sea realista –me han advertido al insistir yo en mi primer oficio–, el trabajo escasea. Apúntese al paro y espere a que le llamen.

Me dicen que no me dan trabajo porque no lo hay. Y no lo hay porque el mercado tiene miedo del futuro. Hay quien, lejos de preocuparse por el presente, prefiere invertir en armamento y prepararse para el caso de un conflicto mundial. Solo así, piensan, si éste llega a desencadenarse, habrá muchas vacantes y plazas libres para trabajar. Así que ésta es la solución más coherente que algunos ven: prepararse para la guerra. Y repiten por activa y por pasiva esta teoría, despreciando las vías normales de convivencia y crecimiento y descartando otros caminos para crear nuevos empleos. Y sólo me ofrecen la posibilidad de ingresar en la Policía o en el Ejército, pero, mi currículum y mi presencia no parecen estar a la altura de las circunstancias. Las suyas, no las mías. Y no aceptan a metecos enanos, feos y sin blanca, y menos a quienes son capaces de pensar por sí mismos.

En mi isla, al igual que cuando me presenté en otros países como un meteco, tengo todos los derechos de ciudadano reconocidos por la Declaración de Derechos del Hombre y por la Constitución, incluso el derecho al trabajo, pero aquí no puedo ejercerlo porque dicen que no hay puestos de trabajo a mi altura, algo que el legislador no ha previsto. En estas circunstancias, casi hubiera preferido quedarme donde estaba, aunque me consideraran un meteco. Laborando de sol a sol, allí al menos tenía para vivir. Mientras que aquí, sin perspectiva alguna laboral, sólo muriendo pueda dar quizás un poco de trabajo a los demás.

Ahora me consuelo pensando que, gracias a ellos y a sus leyes, ya no soy extranjero, sino un ser totalmente intregado y reconocido. En cambio, no tengo ni lo mínimo para comer y para vivir. En este caso, la meteca es mi amada, pero ella no tiene necesidad de trabajar porque su madre, mi ex patrona, nos sigue mandando dinero para poder sostenernos mientras yo busco una ocupación remunerada que pudiera aparecer.

- No pierda las esperanzas –me aconsejan– ¿quién sabe si algún día?...

(Mañana: Los otros metecos)

viernes, 26 de marzo de 2010

Los misteriosos compartimentos del corazón de mi amada.

Desengañado con este primer fracaso, he vuelto a mi casa cuya puerta he encontrado cerrada. Me pareció que había una llave en la cerradura, metida por la parte de dentro, por lo que pensé que alguien se había encerrado. Pero, tras haber golpeado fuertemente con mis puños, he llegado a la conclusión de que no había nadie en el interior. Mi amada había salido y pensó que era más prudente cerrarla. La puerta se resistió a varios de mis empujones. Agotados los recursos puestos a mi alcance, he entrado en mi casa como un ladrón, subiéndome al terrado y deslizándome por una cuerda hasta la altura de una ventana abierta por la que me he introducido. Lucía un sol de justicia y mis manos se me enrojecieron al rozar con el cordel. Descendí marcando las huellas de mis suelas sobre el muro blanqueado con cal. Cuando logré, al fin, entrar en casa era casi el mediodía y me hallaba muy cansado.

Pese al esfuerzo realizado, reconozco que, a veces, es más fácil penetrar en mi casa, incluso estando cerrada con llave, que introducirme en los burocráticos despachos de los funcionarios y más aún en los misteriosos compartimentos del corazón de mi amada. Hay en ellos registros indescifrables, pensamientos y palabras imposibles de descubrir si no consigo, tras mimos y caricias varias, encontrar los caminos que conducen hasta él.

Hay silencios más fuertes que el retumbo de un trueno y miradas vacías más devastadoras que huracanes. Por eso, cuando llega la noche, busco los rincones de su cuerpo, con mis manos balbucientes, que me permitan encontrar la clave de su gracia y el derroche de su amor. Ella resiste, atrincherada en una aparente ausencia, mientras recorro con mis dedos desde la punta de sus pies hasta el último de sus largos cabellos. La cubro de besos y la envuelvo de deseos salvajes retenidos en mis gestos delicados. Hasta que, de pronto, termina por claudicar, cediendo cuando menos lo espero, y entregándose a mis besos prolongados... ¡Cuántas veces me ha sorprendido, avanzada ya la noche, abriéndome su cuerpo y su alma ante el nuevo matiz de gestos y palabras que, horas antes, no habían servido de nada! Me extenúa este juego en el que represento el papel de cazador de una gacela huidiza. Pero, cuando la gacela, a la que no consigo atrapar, se me entrega, tras una dura persecución, extenuada y abatida ella también, la recompensa es tan grande que todo esfuerzo se vuelve insignificante, y todos los fracasos se ven remunerados en creces.

(Próximamente: Libre, pero en paro)

jueves, 25 de marzo de 2010

Eso que llaman burocracia.


Una funcionaria de la Delegación del Ministerio de Trabajo me ha contestado que el oficio de profeta ya no existe. Que se extinguió hace varios siglos. Pero ha reconocido que, en la antigüedad, funcionó y que, efectivamente, hubo profetas mayores y menores.

- De todas maneras –me contestó–. Mejor que no siga perdiendo el tiempo con esta vieja historia porque no va a sacar nada en limpio.

Instalada en el corazón del hombre, la burocracia se ha apoderado de él de tal forma que luchar contra ella resulta un suicidio. Está bien, me rindo. Les seguiré su juego como lo seguí en el país de donde vengo. Ellos se lo pierden.

(Mañana: Los misteriosos compartimentos del corazón de mi amada).

miércoles, 24 de marzo de 2010

Mi turno.

Al fin, llegó mi turno. Estaba cansado y harto de esperar. Así que, nada más preguntarme por mi profesión, le he respondido, sin pestañear, mientras me ponía de puntillas sobre un taburete que siempre llevo conmigo para llegar a las ventanillas de cualquier administración:

- “Todas y ninguna, según cómo se mire”.

El funcionario me ha contestado, un tanto molesto:

‑ Concrete usted un poco más y dígame su primera profesión, la más importante.

Entonces he recordado de mi pasado y he optado por decirle al funcionario la verdad.

- He ejercido de profeta. Eso es. Fui, sobre todo, un profeta.

Su asombro inicial se ha convertido enseguida en indignación a medida que le repetía muy despacio:

- Profeta. He sido un profeta menor hasta que tuve que marchar de mi isla. Usted perdone si le cuesta creerme, pero, en mis orígenes, no tuve otra profesión, que yo recuerde, aunque entonces no era considerada una profesión propiamente dicha, sino una vocación especial.

‑ En este caso –me ha gritado sin poder contener más su corta paciencia de funcionario que no consentía que nadie se burlase de él–, traiga usted un certificado de su patrón, conforme ha practicado la profecía, firmado y sellado por él, con dos pólizas de ochenta céntimos. Y consiga de la Delegación del Ministerio de Trabajo que su título le sea reconocido y homologado. Luego, vuelva aquí, y terminaremos de tramitar su caso. ¡El siguiente, por favor!
(Mañana: Eso que llaman burocracia)

martes, 23 de marzo de 2010

Cualquiera puede ser un sospechoso.

Veinte minutos más tarde, delante de mí, la fila era más corta pero, por detrás, se había alargado hasta llegar a la esquina de la calle. Algunos sacaron unos bocadillos que llevaban preparados para el caso y otros, armados de paciencia, adoptaban posturas cómodas, presintiendo que aquello tanto podía durar diez minutos, diez horas como diez días. El perro de mi vecino de fila bostezó, abriendo descaradamente sus fauces, y se ha tumbado en el suelo. Un funcionario de policía pasó ante él y le advirtió al amo del animal que “aquí no se admiten ni perros ni delincuentes”. Otros tenían aire de asqueados, menos por la presencia de aquel animal que por tener que soportar diariamente aquella especia de chusma que le sacaba de sus casillas.

Para ellos, cada uno de nosotros era, mientras no se demostrara lo contrario, un posible sospechoso. Ellos tenían la obligación de descubrir hasta qué punto sus sospechas eran justificadas. De ahí que nos miraran tan despectivamente y nos obligaran a aguardar pacientemente en una larga cola que sondeaban de vez en cuando, intentando conocer cuantos datos personales pudieran darles una pista.

Cuando cualquiera de la fila llegaba a la ventanilla, a nadie se le ocurría inquirir al funcionario y preguntarle cómo se llamaba, cuántos años tenía, cuál era su verdadera profesión, su estado y cosas por el estilo. Al contrario, eran los agentes que atendían quienes sí lo preguntaban y hasta debían de encontrarlo normal. Además, cada uno de los posibles sospechosos atendido, sacaba dócilmente unas monedas del bolsillo para pagar los impresos, a pesar de que, en letra menudilla, éstos advertían del “importe voluntario”. Y nadie, a lo largo de décadas, se había atrevido a protestar. Si alguien se negaba a contestar u oponía el menor reparo, lo más probable es que se quedara sin impreso y sin carnet de identidad, pieza, por otra parte, indispensable no sólo para acceder a cualquier puesto, trabajo o estudio, sino para que las sospechas de los funcionarios y policías sobre el ciudadano no recayeran con más fundamento sobre lo que podía uno llegar a ser: un indocumentado.

Si esto ocurría, podía suceder cualquier cosa, desde convertirse uno en responsable de varios delitos –el primero de ellos, no acreditar las señas de identidad–, hasta ser retirado de la circulación por ser considerado un peligro público. La cárcel, en todo caso, era el lugar apropiado para pasar horas, meses, años o siglos mientras que todo se aclarase, si es que todo alguna vez se aclaraba.
(Mañana: Mi turno)

lunes, 22 de marzo de 2010

En busca de mi identidad oficial.

Esta mañana he ido en busca de mi identidad oficial. Al llegar a mi isla, los aduaneros me habían advertido, viendo mis papeles, que, en caso de vivir en ella, necesitaba de un certificado de residencia oficial para cualquier trámite. Mi carnet de identidad y otros papeles habían caducado. Razón por la cual empezaron por advertirme con una multa simbólica. Era el primer aviso de que ya nada sería como antes. Y mi primera impresión de que, incluso en mi isla, me sentiría tan extranjero como en el país que acabo de dejar por ella.

He llegado a una vieja oficina en la que habían colocado un cartel que decía: “Documento Nacional de Identidad”. En la ventanilla de información, la cola de quienes esperábamos que llegara nuestro turno llegaba hasta la calle. El funcionario de guardia que atendía parecía estar prisionero entre montones de fichas iluminadas por una tibia luz, pero, a juzgar por el tono de su voz y por sus modales de pequeño taifa, he comprendido enseguida que, en todo caso, los prisioneros éramos los del otro lado de la ventanilla que aguardábamos nuestro turno. En cualquier caso para poder tramitar cualquier documento, nosotros necesitábamos de él, y no él de nosotros.

Al cabo de diez minutos en los que se ha fumado un cigarrillo, ha consultado unas fichas y ha soportado con evidente malhumor a un señor calvo que, además, estaba medio sordo, le ha tocado el turno a una mujer joven, con pantalones ceñidos a un cuerpo macizo. La cara de nuestro funcionario ha cambiado repentinamente. La sonrisa se ha dibujado en sus labios y le ha hablado con especial atención. De pronto, las prisas parecían haberle desaparecido. La ha atendido mientras echaba varias bocanadas de humo y los rasgos desagradables de su cara se le han suavizado hasta lo increíble. Durante un largo rato, más que un burócrata cualquiera, parecía un galán arrullando a su manera a la doncella, mientras la cola seguía creciendo. No parecía que aquel agente tuviera ninguna prisa. Y, mientras la joven se alejaba, asombrada por la amabilidad del sujeto, éste la ha seguido con su mirada como si sus ojos la estuviesen desnudando. Luego, con el siguiente, su cara ha vuelto a recuperar su habitual expresión de funcionario hastiado, renovando sus gestos de premura.

( Mañana: Cualquiera puede ser un sospechoso)

viernes, 19 de marzo de 2010

La soledad.

‑ Después de todo, encontrarse es lo de menos –me susurra mi amada, que no puede soportar que me sienta, de esta forma, tan deprimido–. Lo importante es aceptarse tal como uno es.

Aceptarse, abofetearse, despreciarse, escupirse, limosnearse, gritarse, esperarse en la esquina de la calle para sorprenderse, desesperarse, reírse y apiadarse de uno mismo, perdonarse, morirse y resucitar de nuevo por los siglos de los siglos: ese debe de ser ahora mi sino.

Desde que el mundo tiene conciencia de sí mismo, admitiéndose como hijo de perra que es de un universo desconocido, el hombre no hace más que intentar comunicarse con el hombre. Algunos filósofos aseguran que se trata de un animal sociable. Pero ese animal no deja de acechar a su misma sombra y todavía no se ha atrevido a enfrentarse consigo mismo. El hombre sigue siendo el lobo del hombre y la soledad, su inseparable compañera.

Hay quien dice que el escritor no se resigna a la soledad. Si esta definición es cierta, yo nunca seré escritor. Porque pienso resignarme a ella. Quiero encontrarla, violarla, embarazarla y celebrar luego nupcias con ella. Será una boda extraña, exótica y salvaje en la que no habrá más testigos que mis pensamientos y mis palabras escritas en la arena, que las olas borrarán al instante.

Nadie sabrá de nosotros. No habrá novela, ni artículo, ni reportaje, ni documental que recuerde este extraño maridaje. Y ni siquiera nuestros hijos se acordarán de nosotros. Nacerán sin memoria y se morirán sin haber conocido a sus antepasados.

(Próximamente: “En busca de mi identidad oficial”)

jueves, 18 de marzo de 2010

Riela la luna en el mar.


Sólo y sin ayuda de nadie, ¿podré encontrar mi propia conciencia e identidad diluida en las aguas del puerto? Riela la luna en el mar y, de vez en cuando, me miro en la contaminada bahía, invadida por buques de pasajeros, de mercancías o por algún barco de guerra. Intento encontrar en su superficie el reflejo de alguno de mis gestos. Pero, entre ellos, no logro divisar ni el parpadeo de mis ojos, ni el desafío que asoma en mi mirada, bajo el bosque salvaje de mis cabellos enredados y mi barba profana que oculta mi vergonzosa tez.

Luego, ya en casa, erguido ante la presencia de mi amada, desnuda en la cama, intento disimular la pesadez de mi vientre, hinchado de agua y de vacío, mientras la excitación de mi sexo provoca un murmullo de palabras que brotan de mi boca, buscando la suya bajo la noche estrellada de mi isla. Y me pregunto si, tras ella, lograré un día encontrar lo que busco.
(Mañana: La soledad)

miércoles, 17 de marzo de 2010

De espaldas contra el ángulo amurallado.


Pasados los días de crisis, la vida se me antoja como una espada sin empuñadura en las manos de un niño. He pensado en luchar con ella, deshaciendo entuertos; en jugar a grandes o pequeñas aventuras; en guardarla y enfundarla, como un recuerdo demasiado peligroso. Pero, al final, no he sabido cómo cogerla para que no me lastimara con su filo y he preferido resignarme y aceptarla sólo con mi imaginación, como acepto las arrugas que no disimulan la edad. Tal como están las cosas, no puedo permitirme el lujo de perder más tiempo pensando en lo que voy a hacer con ella. Demasiado tarde para ello. De todas formas, tengo la impresión de que mi vida, llena de enigmas, pesa ahora más que mis propios pensamientos y que todo lo que pudiera escribir sobre ella.

Después de haberme sumergido en las aguas del anonimato, surjo de nuevo para comenzar de cero. Y me he vuelto a frotar la espalda contra el ángulo puntiagudo de las murallas. Sé que, cuando me decida a expresar lo que pienso y conozco, se va a terminar mi reposo. Todos me invadirán de nuevo y me acusarán de perjurio y de haber perdido el juicio. Me descuartizarán, querrán devorarme las entrañas Ordenarán examinarme las estrías del cerebro, los compartimentos del corazón, los testículos y la punta de mi lengua. Pero no encontrarán nada subversivo porque lo habré guardado todo en un lugar secreto, esperando el momento oportuno y decisivo para sacarlo a la luz.

Una televisión alienadora que llega de fuera, como si fuera el cordón umbilical que une la colonia a la metrópolis, una radio, sin fuerza ni imaginación creadora, unos espectáculos que más que distraer, aburren al personal, y unos libros, periódicos y revistas que no cuestionan ni la Historia ni la fuerza del supuesto progreso, me dejan, al cabo de cada jornada, la engañosa impresión de que han logrado burlar al personaje que llevo dentro. Pero yo sé que él sigue ahí, escondido en mi interior, agazapado, esperando el momento más oportuno para lanzarse al ataque.

(Mañana, 18 de marzo. Riela la luna en el mar)

martes, 16 de marzo de 2010

Capítulo III. El retorno a mi isla.

De mi antiguo pueblo no he encontrado piedra sobre piedra. Todo ha sido cambiado, vendido, transformado por el nuevo colono al que ahora llaman inversor, nuevo conquistador, turista... Los aborígenes han sido destruidos, aplastados, borrados. El indígena ha vendido sus tierras, su lengua, su conciencia, sus costas y sus playas, sus creencias y sus lugares comunes, sus raíces y su historia. El forastero se ha hecho con todo y todo está ahora supeditado al interés del colono, que ha impuesto sus costumbres, sus nombres y hasta su idioma. La misma crónica de mi isla ha sido tergiversada y se han perdido las raíces de la historia de mi pueblo. Ya no se reivindican sus fuentes sino su entroncamiento con los invasores, como si éstos fueran los salvadores y verdaderos protagonistas de la historia. En estas condiciones, me va a resultar muy difícil encontrar mi identidad perdida.

Mi primera impresión fue nefasta. He pasado tres días y tres noches postrado, acechado por fiebres altas y sudores extraños. En ciertos momentos, he llegado incluso a perder el contacto con la vida, luchando a brazo partido con la muerte que ha venido a mi encuentro sin haber cambiado nada de su terrible aspecto. Ella ha sido el único personaje que he reconocido tal como era cuando dejé mi isla para iniciar mi largo exilio.

Pero mi hora no había sonado todavía y, afortunadamente, la he vencido de nuevo, recobrando el sabor de la vida. He visto surgir el sol de las aguas, tal como lo veía en mi remota infancia; he oído el gorgojeo de los pájaros; he gustado el sabor salado del mar que nos rodea, cuyas olas nunca se cansan de ir y de venir; me he dejado impregnar por el olor del barro con que mis antepasados hacían sus vasijas, y me he frotado la espalda contra un ángulo puntiagudo de las murallas, levantadas sobre las antiguas que rodean la ciudad.

( Mañana, 17 de marzo: De espadas contra el ángulo amurallado)

viernes, 12 de marzo de 2010

Capítulo II. El potro salvaje (Recopilación)

Entre las raras y excepcionales visitas que he recibido en mi buhardilla, dos retengo especialmente en mi memoria. La primera fue la de un señor pulcramente vestido con un frac y un sombrero negro. Iba rasurado, con un bigote perfectamente recortado y un maletín sujeto a su brazo derecho.

- Muy buenos días, caballero –me dijo cortésmente, mientras se quitaba el sombrero y se presentaba como agente de seguros.

Sin más palabras y antes de que pudiera reaccionar, me entregó unos papeles que extrajo de su maletín y me preguntó, sin esperar mi contestación:

- ¿Es usted casado o soltero, jovencito? No importa. He aquí unos impresos que demuestran la oportunidad de mi visita. Porque usted nunca ha pensado lo que mañana u hoy mismo le podría ocurrir. Seguro que no. Esas cosas no se piensan. Pero ocurren, desgraciadamente, y, cuando uno quiere darse cuenta ya es demasiado tarde. Por esto yo le ofrezco a usted la oportunidad de pensar en ello… Vea, jovencito. Se trata del seguro más perfecto que existe contra la muerte. Un seguro que usted irá pagando en cómodos y módicos plazos, de acuerdo con su situación financiera, a fin de que, cuando ésta le sorprenda, sepa cómo afrontarla dignamente y no se encuentre como la mayoría de la gente que no sabe qué hacer ni cómo reaccionar dignamente.

Aquel visitante hacía gala de una retórica pulcra e infatigable. Hablaba y hablaba y parecía saber de antemano cada una de mis repuestas. Declamaba al dedillo las preguntas, antes de que cualquiera pudiera formularlas. Y las contestaba, una tras otra, sin dudar de nada. Diez minutos llevaba hablando sin parar y así seguía, de pie ante mí, no sabiendo cómo quitármelo de encima.

- Porque usted seguro que es una persona inteligente y precavida. Y como tal, no se confunde con tantos y tantos charlatanes que lo único que buscan es vender sus productos, engañando como pueden al personal. No, yo no soy como ellos, a Dios gracias. Ante todo, porque no vendo. Ofrezco, con plena garantía, una alternativa a esta vida, cruel y llena de desengaños, que nos conduce a todos inexorablemente a esa cita de la que nadie se libra. Usted ya ha comprendido, claro. Se le nota, jovencito, que es de clase alta…

Ni siquiera cuando metió la pata, como acababa de hacer, se paró para disculparse. Al contrario, trató de arreglarlo a su modo.

- Bueno, usted ya me entiende. Porque se le nota a la legua que es usted muy cortés y refinado. Si me permite, le recomiendo que lo coja con todos los gastos pagados. Resulta mucho más cómodo no molestar para nada a nadie cuando llega el momento de la verdad, que, tarde o temprano, se presenta, no lo dude. Y resulta tan cómodo saber que otros van a preocuparse en sus últimos momentos para que pueda continuar plácidamente el viaje...

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A medida que avanzaba en su discurso, notaba que mi paciencia comenzaba a agotarse. Así que, cuando, al fin, pareció terminar de hablar y de enseñarme todos los papeles, que no fueron pocos, le dije, decidido, para que no siguiera perdiendo el tiempo:

- Verá usted, señor agente: siento decirle que a mí no me interesan sus seguros. Pero, aunque me interesaran, no tengo nada para pagárselos. Además, la muerte no me preocupa demasiado. Sé que vendrá y, cuando esto ocurra, bienvenida sea. Aunque mucho me temo que tendrá que preocuparse ella misma por rellenar los impresos que me ofrece…

- Jovencito –insistió, cortándome y reanudando su discurso–: eso es lo que usted lamentablemente piensa ahora. Y hay que agradecerle su sinceridad. Pero, está usted muy equivocado. Porque, a la hora señalada, ella vendrá, con toda seguridad, y le encontrará sin haber tenido tiempo de arreglar todos los papeles. Sea usted por una vez lúcido y abra bien los ojos. En los últimos tres años, las parcelas en el cementerio han aumentado sus precios en un doscientos por ciento. Actualmente, un nicho temporal por dos años cuesta seis mil billetes de los grandes. Un nicho perpetuo, entre cuarenta y cincuenta, y una sepultura perpetua, entre ochenta y cien mil. Por otra parte, nueve de los doce cementerios de esta ciudad se encuentran ya saturados, lo que plantea graves problemas a la inhumación de las cincuenta mil personas que fallecen anualmente en esta capital. En esas condiciones, no me diga usted que tanto le da encontrarse, de repente, ante este panorama desolador. Hay que ser previsores. Porque la muerte puede presentarse en cualquier momento de nuestra vida. Y si no se ha tenido la precaución de preparar un lugar para acogerla, puede resultar una broma muy pesada para sus familiares, aunque sea la última.

‑ Mire usted –le contesté muy secamente–: cuando muera, no quiero que me entierren en ninguno de estos terrenos. En todo caso –añadí, mientras recordaba cómo, en mi infancia, el sol se sumergía cada atardecer bajo las olas, resucitando cada mañana entre las mismas–, quisiera que me incinerasen y que mis cenizas fueran esparcidas en el mar.

- ¿Y quién piensa usted que pagará los gastos de esta incineración –añadió, sin darse por vencido y esperando salvar algo de la derrota que veía avecinarse–, así como el viaje por mar para esparcirlas?

- Lo ignoro. Aunque, en realidad, no me importa lo que ocurra conmigo. Si ya resulta difícil mantenerse con holgura en esta vida, ¿cómo quiere que me preocupe de mi muerte?

Al señor enlutado no le gustó nada este corte. Y no insistió, retirándose con un “que Dios le conserve su buena salud”, decepcionado y confuso de que la gente tomara a la muerte tan a la ligera. Su visita dejó en mi buhardilla un olor a naftalina que flotó en el ambiente durante varios días. Era la primera vez que me indignaba de verdad ante alguien que representaba un papel tan falso y oportunista por unos miserables billetes. Pienso que sólo el dinero es capaz de levantar tales escenas.

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Con toda clase de detalles, le conté la visita a mi alumna, la hija de la propietaria del cuchitril en el que me alojaba, y, en el transcurso del relato, no dejó de sonreírse e interesarse por él. Me dijo que mis historias tenían vida propia, y me pasó un libro de Saint Exupery llamado “El Principito”.

- Seguro que esta historia –me dijo– te interesará.

- ¿La leíste tú? –le pregunté, sin darme cuenta de la improcedencia de la pregunta–. Perdona –corregí inmediatamente–. ¿La conoces?

- Perfectamente. Por eso te la recomiendo. Y te recuerdo la primera paradoja: Lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve con el corazón.

En días sucesivos, me recordó otras citas y paradojas. La de los sentimientos: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, de Pascal; la de la improvisación: “La mejor improvisación es la adecuadamente preparada”; la de la ayuda: “Si deseas que alguien te haga un trabajo pídeselo a quien esté ocupado; el que está sin hacer nada te dirá que no tiene tiempo”; la del dinero: “Era un hombre tan pobre, tan pobre, tan pobre, que lo único que tenía era dinero”; la del tiempo, atribuida a Napoleón Bonaparte y que repetía a sus ayudantes: “Vístanme despacio que tengo prisa”; la del sentido, atribuida a Séneca: “No llega antes el que va más rápido sino el que sabe dónde va”; la de la sabiduría: “Quien sabe mucho, escucha; quien sabe poco, habla. Quien sabe mucho, pregunta; quien sabe poco, sentencia”; la de la generosidad: “Cuanto más damos, más recibimos”; la de lo cotidiano: “Lo más pequeño es lo más grande” o la del cariño: “Quien te quiere te hará sufrir”.

Toda una lección que esa mujercita ciega me dio. Más que enseñar a hablar en mi idioma, me está enseñando a pensar en el suyo.

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La segunda de las visitas excepcionales que recibí en mi buhardilla fue de signo contrario a la del agente de seguros y borró para siempre el mal sabor que éste me dejara. Ocurrió en la madrugada de un día de primavera y confieso que su recuerdo cosquillea mi fantasía.

Dormía yo con mi puerta, como de costumbre, entreabierta. No en vano mis vecinos cerraban automáticamente la entrada del bloque de pisos y yo me hallaba en el último, por lo que no me sentía incómodo ni inseguro. Sabía que los ladrones no roban sino a los que esconden algo y que no sospechan sino del que algo tiene que ocultar. Y, si bien, nada podía guardar con más estima que aquella gota de agua que un perro sediento se había llevado para su propia consolación y mi propio desespero, formaba ya parte del pasado.

Dormía, pues, a pierna suelta, cuando un ligero movimiento me despertó. Alguien, cuyo cuerpo adivinaba hermoso y fresco bajo una túnica transparente, entró en mi sotabanco a oscuras, en medio del silencio relativo de la noche. Y, como si conociera cada uno de los objetos esparcidos por sus seis metros cuadrados, pasó entre ellos rozándolos, y se dirigió a mi lecho, en donde se deslizó bajo las sábanas.

Confieso que jamás, en mi ajetreada vida, me había ocurrido algo semejante. Las mujeres, acostumbradas a mirar primero la expresión de mi cara y casi nunca la del alma, reconozco que sentían cierta repulsión por mí. Estaba acostumbrado a no ser tenido en cuenta ni por mi sexo opuesto ni por mis actos y ellas me ignoraban por completo o me desechaban indirectamente. Así que el hecho de ser “invadido” en tales circunstancias, me dejó pasmado.

En verdad, nunca había sentido una impresión tan fuerte. Mi imaginación fue desbordada por esta hermosa y ciega realidad y yo no sabía qué hacer ni qué decir. Sentí su mano cálida acariciándome el cuerpo desnudo. Quise corresponderla pero me hallaba paralizado. Intenté explicarle en todas las lenguas a mi alcance que no es que no me gustara aquel encuentro bajo las sábanas, sino que no acababa de creerlo. Le supliqué que me dejara convencer por mi mismo de que aquel no era un sueño de primavera, que esperara a que la madrugada disipara aquella noche, tragándose con ella todos mis miedos y temores.

Como única respuesta, me contestó con una pregunta maravillosa:

- Mais, tu aimes? Tu m'aimes un peu?

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Confieso que el contacto con su cuerpo desnudo fue algo sublime, sobre todo cuando comprobé que toda su ternura y su hermosura se convertía en una invitación a la abertura, en una comunión en la que yo no había tomado la iniciativa, sino que me limitaba a aceptarla. Comprobé cómo aquel simple gesto desataba todo mi impulso pasional que llevaba oculto. Y los deseos de este simple meteco se correspondieron con los de aquella criatura.

Confieso que, en aquel momento, me tomó y me indicó dulcemente el camino para llegar al fondo de su ser. Casi ni tiempo tuve de resistirme porque, nada más insinuarse, no pude contenerme más y rompí a llorar. No había podido controlar mis impulsos torrenciales y un estremecimiento de placer y de excitación sacudió mis entrañas mientras consumaba mi yeculación precoz.

Mi gozo era total. Ella, más que decepcionada, se quedó sorprendida. Noté que su corazón también latía muy deprisa y locamente la abracé y acaricié como si toda mi existencia dependiera en aquel momento de la suya. Poco después, ella también experimentaba un orgasmo. Luego, al cabo de una hora de abrazos y de besos, al clarear del día, contemplé su rostro embelesador y su mirada, vacía. Y reconocí con mis ojos a la que ya conocía con mis otros sentidos.

Nuestra última clase de lengua terminó de una forma muy especial. Antes de que el Metro abriera sus fauces, ella se despidió con un último beso en mis labios y me dejó con un largo sabor de cordero lechoso. Tenía que volver a su cama, un piso más abajo, antes de que su madre, mi patrona, se diera cuenta de la osadía de su hija.

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Los sentimientos del corazón sobrepasan la filosofía de la inteligencia. Prefiero no hacerme preguntas que no alcanzo a responderme. Prefiero contestarme a las cuestiones más esenciales de la vida y posponer el resto para el largo camino que me espera. Por el momento, voy andando por el sendero que ella me ha marcado con su paso. Y me limito a respetar las señales de tráfico, y a seguir de lejos sus pisadas. ¿Adónde iré, en el momento en que mi orgullo me abra nuevas rutas? ¿Adónde irá mi corazón, cuando me pare ante una nueva encrucijada, cuando un árbol caído me obstruya el paso o cuando, desaparecidas las señales del camino, me halle perdido y sin saber qué ruta seguir?

No quiero contestarme preguntas que, por el momento, es mejor no plantear.

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Mi compañera de ruta no deja de inquirir sobre mi vida mientras caminamos juntos por las sendas del lenguaje amoroso. ¡Quiere saber tantas cosas de mí! Dice que no me conoce, que no sabe nada de mi vida ni de mi historia. Caminamos lentamente, sorteando el atasco e introduciéndonos por el silencio del bosque de Boulogne. Le cuento lo que ella no puede ver. Como la manera en que germinan los brotes de las flores y cómo se van abriendo a la luz del sol. Ella se recrea, escuchando el piar orgiástico de los pájaros y me pide que se los describa para conocerlos mejor, puesto que jamás los vio con sus propios ojos.

Quisiera ser abeja para robar el secreto de la vida a la naturaleza y depositarlo en la cuenca de sus ojos. Es ciega de nacimiento, pero no insensible a la luz ni a los movimientos de la vida.

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Su cuerpo es armonioso, como la geografía de mi isla y las líneas de la palma de su mano, abierta al sol, me muestran los senderos por los que discurre su vida. Me gusta sumergirme en sus calas transparentes, pasearme por sus leves colinas y tomar la vereda de su río de aguas limpias que desembocan en el mar. Su sonrisa, de almendro en flor, y su tristeza, de hoja caída y disecada, se alternan con su mirada vacía que no distingue el día de la noche, ni la primavera del verano. Me afano en trabajarla como el campesino labora el campo, desperdigando la buena semilla, arrancando la mala hierba y vigilando sus senderos. A veces me planto y, disfrazado de espantapájaros, intento ahuyentar las aves rapaces que intentan invadirla. Y recojo con toda mi paciencia los frutos caídos o los arranco con ansia de sus árboles.

Sé que hay otras islas y otras tierras que esperan la fuerza joven de brazos fuertes que las trabajen. Pero el azar, apodo del dios del universo cuando trabaja de incógnito, me ha traído hasta aquí para que la conozca. Por el momento, no maldigo mi destino y hasta me alegro de que, con su misterioso dedo, me haya señalado el camino.

Ella es como el campo de mi isla, al que pienso regar con mis sudores y trabajar con la ternura del campesino. Comeré exclusivamente de sus frutos y viviré de su calma y armonía, en medio de un mar bravío y traicionero que nos tiene rodeados. Y un día, cuando yo muera, han de quemar mis restos y esparcirlos sobre ella.

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Sabía que, tarde o temprano, acabaría claudicando, pero no imaginaba que sería tan pronto ni estas circunstancias. Desde que, forzado por las adversas coyunturas, encaminamos nuestros pasos por los laberintos municipales que llevan a largas y kafkianas salas de espera y a antesalas de unos consejos y comisiones que pretenden encarrilarnos, ando malhumorado. En los murales del Ayuntamiento del distrito 18, por obra y gracia de su madre –mi patrona, que quiere que todo quede atado y bien atado–, lucen nuestros nombres en un bando público, por si alguien conoce alguna objeción legal a nuestra unión. ¡Prostituir de esta manera nuestro amor, plasmándolo en los polvorientos archivos de una alcaldía, y adaptándolo a las exigencias municipales!

Nuestra pequeña claudicación supone entrar en contacto con un montaje comercial que cuenta con el apoyo del propio Ayuntamiento. Dos cartas hemos recibido ya de comerciantes que aparentan preocuparse paternalmente por nosotros. La primera, de un platero, y la segunda, de un importante sastre. Ambos relacionados de alguna manera con el municipio, al servicio de unos intereses privados y comerciales.

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La verdad es que no sé muy bien qué tiene que ver nuestro amor con los anillos de oro o de plata que nos ofrecen. Ni qué relación guarda nuestra unión con los trajes de etiqueta para bodas.

Hasta hoy, este país me ha ignorado, como ignora a todo meteco. Pero he ahí que, en nuestro rito de entrar a formar parte del mismo, este país quiere olvidarse de que he sido y sigo siendo un meteco, y, pese a mis medidas propias de un enano, pretende ponerme a la altura de cualquier ciudadano tras reconocer mis obligaciones así como mis derechos y prerrogativas. Me temo que, en adelante, será inútil permanecer en el anonimato y en la ilegalidad. Me escribirán, me visitarán, intentarán convencerme para que cambie mi chiribitil por una casa decente y para que convierta mi zaquizamí en un hogar confortable. Aunque en ello me vea hipotecado hasta las cejas.

“El hogar –me dicen machaconamente los comerciantes, alertados por nuestra próxima unión civil– es la casa; y la casa es la cocina con todos los artículos a su alcance para sostener y alimentar el hogar. Los muebles, la cómoda, la cama de matrimonio, los hijos, el ropero, del mismo estilo, lleno de ropa, la radio y televisión en color, el cuarto de baño con su ducha‑teléfono y sus espejos pluridimensionales”… “El hogar –me repiten los sabelotodo y gurús de esta sociedad– lo es todo y todo depende de él. Incluida su felicidad en el futuro”.

Y esta sociedad, que ayer me apartaba sin consideración, hoy me lame las plantas de los pies, quiere que entre en su ciclo de consumo‑ producción‑consumo y me muestra su sonrisa. Pero yo he descubierto, tras sus gestos generosos, sus dientes afilados. Comienza su primer plan de ataque, con estos bonos gratuitos y rebajas concedidas a las parejas dispuestas a estrechar vínculos legales. Si no fuera por la incomprensión y disgusto de alguien que espera ese día como el más feliz de su existencia, me casaría desnudo. Salvajemente desnudo y sin otra oferta que mi propia existencia, como muestra de mi rebelión social.

Estoy harto de símbolos sociales, comenzando por las palabras y los ademanes estereotipados y vacíos de contenido y terminando por esa retahíla de objetos pretensiosamente portadores de nuestra felicidad.

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Mi amada tiene los cabellos negros como la noche. Sus ojos abiertos son dos zafiros falsos. Sus labios sonrientes, dos franjas de cielo rosa en una aurora de primavera. Brillan sus dientes cual piezas de marfil y ni se pinta, ni se maquilla, ni lleva pendientes. Sólo dos imperdibles colgados en las orejas que la hacen inconfundible.

Cuando mi amada duerme, se encienden las estrellas en el firmamento. Los astros vigilan su rítmico sueño y su despertar, acompañado de una pereza innata que la aproxima a la gracia natural de los animales, coincide con el momento en que sale el sol. Cierra y abre los ojos de gato lechoso, orientándose más por cualquiera de los otros sentidos que por los de la vista de la que carece. Encoge y estira su cuerpo. Me arrulla, cual paloma al borde de la cama. Y cuando se levanta, el nido que abandona es un mar caliente cuyas olas despiden su aroma y su olor inconfundibles. ¡Qué linda es mi niña con mi beso estampado sobre su frente perezosa!

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Como las aguas que se renuevan constantemente en el mismo cauce del río, así nuestras caricias, siendo las mismas, tienen un sabor distinto cada mañana. Creamos instantes de amor que se convierten en eternidades. Y saboreamos nuestros cuerpos a pequeños sorbos, sin llegar a atragantarnos.

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Nuestro bando ha sido retirado. No hubo, por supuesto, oposición alguna. Pero las intrusiones en nuestra vida son últimamente tan frecuentes que estoy pensando en cerrar mi puerta con la llave que todavía guardo en algún lugar de mi desván. Tan provocantes y groseras llegan a ser las invitaciones que nos llegan de fuera, amenazando nuestra intimidad…

“Les damos la enhorabuena por su elección y les ofrecemos un buen anillo que les sirva para toda la vida”, dice una de ellas, dirigida tanto a mí como a mi “futura esposa”.

“Pruebe un buen traje que le hará sentirse otro hombre y enhorabuena por su elección”, reza otro consejo, encabezado a mi nombre. (Ella recibe el mismo, cambiando “buen traje” por “vestido de novia” y “otro hombre” por “otra mujer”).

“Escoja usted unos buenos zapatos que le harán caminar seguro hacia el hogar y enhorabuena por su elección”, insinúa una tercera.

“Usted ha sabido elegir bien, señor. Usted es diferente. Usted tiene clase. Usted es hoy el invitado de honor”, insiste una cuarta que me cae peor que los insultos que antes recibía como meteco.

Mientras tanto, los funcionarios civiles y eclesiásticos y sus satélites siguen monopolizando e institucionalizando todo acto y gesto que salga de las parejas, a las que consideran cédulas básicas de su sociedad.

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Mientras los hombres luchan entre ellos o intentan llegar a los planetas más cercanos cuyos misterios, dicen, tratan de explorar, yo me esfuerzo por conocer a fondo el corazón de mi amada y compañera.

Nuestro amor es una anarquía químicamente pura, una anti‑institución, una aventura con final desconocido, un misterio no domesticado por el dogma de las iglesias, monopolizadoras de creencias y sentimientos... Somos como dos polos opuestos que se atraen mutuamente y obramos dentro de un campo magnético. Nuestro amor es como un beso ciego a cuatro labios, dos corazones que laten arrítmicamente, dos hojas de otoño arrancadas y llevadas al mismo tiempo por el viento, una relación de fuerzas, una contradicción compartida, una continua guerra pacífica... Nuestra unión es, ante todo, una dialogante relación de fuerzas entre el corazón, la inteligencia y la carne.

Napoleón dice que el amor “c'est le lot des sociétés oisives”. Pero el amor mimado por la revolución burguesa es el de la fidelidad a plazos, el de los seriales y de las películas del corazón. Y estoy convencido de que el verdadero amor, la vida abierta a la lucha, tiene otros tintes.

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Seguro que algunos se sorprenderán ante la imagen de la bella y de la bestia… enana. Lo mismo que yo me sonrío cuando pretenden que creamos en las mentiras que nos cuentan o en los mitos inventados para tenernos seguros y controlados. Nosotros, al menos ella y yo, no creemos en las medias naranjas perdidas que se encuentran para completarse y cerrarse sobre ellas mismas. Ella sabe que yo puedo existir sin su mitad y yo sé que ella se desenvuelve perfectamente sin la mía. He vivido muchos siglos sin conocerla y mi corazón no se siente, por ello, resentido. No somos incompletos por separado, aunque nuestros corazones remen mejor juntos contra corriente. Ni tampoco caeré en la trampa de vallar mi corazón para no ensuciarlo con el trabajo y la vulgaridad social.

Yo sé que, fecundado por los gestos y el lenguaje del amor, seremos más fuertes para enfrentarnos con los enemigos que nos acechan por doquier. No serviremos a una sociedad que nos ofrece sus prendas para esclavizarnos y aplastarnos con sus mitos y absurdas exigencias. Es más, juntos, si se tercia, romperemos esta sociedad basada sobre cuentos y mentiras. Si no la podemos destruir, al menos, intentaremos resquebrajarla. Y si logra matarnos antes de que la hayamos hecho añicos, nuestra muerte será el símbolo de las generaciones que nos sucedan.

No tenemos casa, ni muebles, ni dinero. Sólo cartas comercial –es la quinta que nos dejan en nuestro buzón– con las que, por un precio a plazos, se nos ofrecen muebles y artículos domésticos para el nuevo hogar. “Nos hemos enterado con gran placer –dicen las misivas– de su próxima boda. Deseamos, ante todo, que esta unión sea para su mayor felicidad y nos regocijamos de antemano. En esta ocasión excepcional, estaríamos muy contentos de serles útiles. Así que les ofrecemos…”

Nuestra unión pública será una pública complicidad. Ellos serán testigos de que no les hemos engañado. Nos juntamos deliberadamente bajo su bendición para luchar contra ellos mismos. Hay que sacar urgentemente al hombre de la miseria moral en que vive sumergido. Seremos a la vez las víctimas y los redimidos. Víctimas del sistema que se nos ha impuesto. Y redimidos con nuestra acción y nuestra vida, al margen de un orden que no aceptamos.

Sin embargo, a veces tengo dudas de lo que podamos hacer. Nos proponemos luchar contra un orden impuesto pero entramos, con nuestros actos, a formar parte del mismo. Y me pregunto por qué aceptamos tantas humillaciones que permiten institucionalizarnos, si amamos realmente la libertad y practicamos el anarquismo puro.

Mi único consuelo consiste en pensar que intentaremos destrozar su mundo con las mismas armas que ellos nos han dejado para, supuestamente, fortalecerlo. Porque a veces no resulta nada fácil vencer el conformismo con nuestro amor rebelde, la carne con nuestros ideales y los fantasmas con nuestras ideas.

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- Llevamos varios meses juntos y todavía no sé realmente quién eres –me ha reprochado ella en la víspera de nuestra unión civil ante el juez de turno.

- Yo soy todo tuyo y tú eres toda mía –le he contestado– ¿No te basta con esto?

- Lo único que sé es que estás circuncidado, pero ¿de dónde vienes? ¿Qué hacías en tu isla? ¿Por qué saliste de ella y a dónde piensas ir?

Sus preguntas, al contrario de mi primera cita, en la frontera, ante unos aduaneros que desconfiaban de su misma sombra, no son inquisidoras sino dulces reproches. Ahora me encuentro ante una doncella sin más armas que su sonrisa, con su mirada ausente y con caricias provocadas por sus dedos, acostumbrados al tacto y capaces de leer todo mi cuerpo como si fuera un libro. Le repito mis respuestas de antaño aunque tampoco ella parece convencida del todo. Pero, al menos, se reconforta en el lenguaje del amor.

Acostumbrado a comprender todos los signos y costumbres del lugar en donde vivo, no puedo entender, y menos hablar, el lenguaje de los puños, ni puedo aliarme con los que usan la fuerza. Prefiero hablar y dialogar, sobre todo cuando me adentro en el lenguaje del amor. Ella lo sabe y conoce perfectamente cómo pienso y cómo reacciono en cada caso. Como conoce mi enana figura y mi rostro, arañado y demacrado. Yo le enseño una lengua que no es la suya y estoy dispuesto a decirle que la amo en todos los idiomas que conozco, pero ella desea conocerme más a fondo. Por encima de la lengua y las palabras, quiere llegar hasta el fondo de mi mente y saber lo que ni yo puedo contestarme en estos momentos.

- ¿Cómo es posible –me pregunta una y otra vez– que domines tantas lenguas y que apenas recuerdes tu pasado?

Es cierto que tengo gran facilidad para comunicarme con la gente por medio del lenguaje. Los sonidos guturales, labiales, paladiales, y todas las sonoridades y cadencias comunicativas me fascinan. Puedo estar horas escuchando el zumbido de una abeja o el vuelo de una mosca y descubrir los diferentes tonos y matices que sirven para comunicarse. Hay idiomas que, por su melodía y entonación, he sido capaz de comprender en unos días o semanas. Si se trata de una lengua muy extraña, he tardado algo más. He aprendido el surinamés, traduciendo una Biblia que había encontrado en una tienda de antigüedades. El propietario me dijo que era el libro más traducido, por no decir el único, en todos los idiomas, algunos de ellos casi desconocidos. Pero mis conocimientos lingüísticos innatos no representan más que una parte insignificante si lo comparo con lo que me queda todavía por hablar y comprender. Me desenvuelvo en dieciséis idiomas, de los tres mil quinientos que pululan por la faz del globo, pero me siento todo un analfabeto cósmico. Todo un ignorante y un lego con respecto a mi historia personal. Y sigo sin saber exactamente o sin recordar con precisión de dónde provengo ni por qué me he desplazado hasta aquí. Sólo adivino y entreveo algo en los momentos de más lucidez.

Sé que ella no me cree, pero confía en mí. Y eso, por de pronto, le basta. No le he prometido nada. Nunca le he dicho grandes palabras. No le he jurado fidelidad eterna. Ni le he ofrecido imperios que nunca poseeré sino, a lo sumo, una rosa roja con espinas y una canción salida de mi pecho y acompañada por mi laúd.

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Esta noche me parece que cada minuto nos acerca más el uno al otro. Cada segundo lleva angustias de relojes al borde de sus cuerdas, incapaces de seguir al empuje del buey‑tiempo que muge desde este lado de la eternidad. Sin poder esperar por más tiempo una ceremonia
que huele a rutinaria y a burocrática, la he arrastrado de la mano y hemos subido hacia mi tabuco. Trepábamos borrachos de deseos y de una pasión tierna, hasta llegar a las cumbres de mi morada. Allí la he desnudado una vez más y me he dejado desnudar.

Teníamos fiebre en los labios y en sus ojos sin vida distinguí, en el reflejo de las luces que nos llegaban de la ciudad, su deseo de poseerme. Su cuerpo era un juguete frágil en mis manos arrugadas de niño grande. Y, al jugar con nuestros cuerpos, un instinto de bestia ha subido a borbotones por mi pecho, produciéndome escalofríos de placer. Brotó la pasión por todos nuestros sentidos y nuestros sexos terminaron por acoplarse, alcanzando el orgasmo esperado.

Luego, el sueño nos ha invadido y perdimos la noción del tiempo y del espacio. Cuando me desperté, ella estaba vestida, sentada en la silla junto a mi cama, como aquel día que vino con su madre a reclamarme el alquiler del sotabanco, varios meses impagado. Pero esta vez, la noche ya no era virgen.

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Nos hemos unido a la vista de amigos y enemigos. He aprovechado el momento para revelarle un secreto celosamente guardado: quiero volver con ella a mi isla. Al instante, ella saltó radiante, explotando de alegría. Tiene algo de miedo hacia lo desconocido pero lo prefiere mil veces, si ha de ser conmigo, a lo conocido sin mí. Y está dispuesta a seguirme a donde sea. Le he dicho que vamos a vivir en una casa sin techo, sin puertas ni ventanas y sin más muros que las cuatro estaciones. Que tendremos una cama para amarnos y para crear nuestra posteridad. Le he sugerido que invitaríamos al sol todos los amaneceres y que tanta sería nuestra claridad que exilaríamos definitivamente la noche con sus sombras.

Cuando seamos lo suficiente fuertes –me he atrevido a prometerle, intentando esculpir nuestros deseos a golpes de martillo, mientras encauzaba a besos sus fuerzas ciegas– saldremos a la calle y haremos retroceder las sombras, agolpándolas en todos los rincones. Vaciaremos los cofres de los grandes, abriremos los manicomios y las cárceles, aplaudiendo con los mancos, bailando con los cojos y riendo con los sordomudos. Y diremos 'no' a todo dios que quiera imponernos su orden y sus leyes. Cuando seamos lo suficientemente fuertes –le he repetido– aboliremos el tiempo y las distancias. Y haremos el amor sobre los montes, los prados, los mares y los ríos. Nuestros ojos beberán el néctar de las estrellas, pero también las tristes y rebeldes realidades de esta vida cuya savia sabe a amargo. Desarmaremos las sombras agolpadas y ya no habrá más rincones, ni abogados, ni jueces, ni policías, porque no tendrán que defendernos, ni juzgarnos, ni reprimirnos...

Mucho antes de que terminara con mi improvisada perorata, ella se había dormido dulcemente en mis brazos.

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A pesar de mis deseos, sigo teniendo miedo de la noche y de sus ojos cerrados. Pero, lo malo es que tengo aún más miedo del día y de su mirada ausente.

A veces, cuando menos lo espero, se convierte en un potro salvaje que no se deja montar por nadie. Brinca y se encabrita, demostrando así que nadie la domina. Y no se calma hasta que no me ha alcanzado con sus coces. Entonces encierra ella su corazón –diríase que está formado por siete compartimentos y que abre uno diferente cada día– como una vez quise yo encerrar el viento que sopló sobre mi puerta. Tal vez fuera mejor tapiar la entrada. Cimentarla, sellarla y guardar lo que hay en su interior como recuerdo de mis días felices.

Luego, una vez pasado su berrinche, me avergüenzo de mis sentimientos. Y quisiera penetrar por un resquicio de su alma y sorprenderla. O aguardar el momento en que, descuidada, deja una puerta o una ventana de su casa sin cerrar para entrar como un ladrón. Pero, tal vez crea que, introducido de matute, estoy revolviendo todos sus cajones de su corazón ordenado y sea aún peor. Así que, pensándolo mejor, me acerco de puntillas, toco suavemente a su puerta, aguardo el instante en que me dé paso, cuando me crea preparado para entrar en su aposento, y la saludo con tiernas palabras.

Como un río salido de madre, ando buscando una salida donde volcar todo el deseo que llevo retenido en mi interior y volcarme sobre ella al menor indicio de que cede. Yo sé que está también sedienta de mis fuerzas, hambrienta de mis caricias, borracha de mis instintos salvajes. Pero su orgullo es a veces más fuerte que sus deseos ocultos.

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Antes de que las estrellas palidecieran y que los basureros, al borde de las aceras, consiguieran limpiar las calles gracias al ronroneo de sus máquinas que trituran y rumian desperdicios, sumido en una pesadilla, he ahuyentado con mis gritos a los malos espíritus. A mi lado, sobresaltada por la horrible pesadilla, desperté a mi amada, quien trató de apaciguar mis miedos.

Luego, consolado por sus caricias y sus besos, he intentado volver a dormirme mientras escuchaba el rumor de su respirar pausado, como el latido del mar en calma. Yo sé que, tras cada gesto de indiferencia y de frialdad, puede esconderse otro de pasión y de ternura, y prefiero confiar más en las fuerzas del bien que en las del mal.

Durante mucho tiempo, he intentado sumergirme en su seno y nadar como un pez en medio del silencio. Pero la aurora me ha sorprendido con los ojos entreabiertos, buscando aquella gota que un día me robaran y recordando los últimos acontecimientos de mi vida. En su lugar, otra gota de ventura se ha quedado colgada entre el grifo y la jofaina.

Confundo su niñez y su adolescencia, sus sonrisas y sus lágrimas, sus besos y sus cóleras. No sé cuándo me mira fijamente o sólo expresan su ausencia, cuándo duerme o cavila, cuando va a gritarme o cuándo va a guardar silencio. No sé ya si la quiero o es ella la que me ama, si yo le doy mi fuerza o ella me regala su ternura. No sé dónde termina ella y dónde empiezo yo. No sé si ha existido siempre o si, como toda criatura, ha comenzado a nacer un día. Bendigo a la madre que la arrojó al mundo y al padre que solicitó al azar su presencia en el vientre de su madre. Bendigo al dios que le dio vida y pienso que quien le ha hecho respirar y vivir es el único dios que tiene razón de ser. Él ha puesto en su boca las palabras que precisa para hablarme. Él ha inventado en su mente los nombres que la acompañan y hace brotar con su soplo su corazón de ninfa.

Todos los relojes del mundo han latido a su ritmo y hasta mi corazón se ha convertido en péndulo para que ella pudiera consultar su hora. La hora de la recogida de las vendimias y la del trigo que se dobla pesadamente a la espera de que sea cortado por la hoz. La hora de los almendros que han florecido en un espasmo de blancura inmaculada. La de la marea que se retira, desnudando las arenas. La de su rostro, sin arrugas, al contrario del mío, surcado por ellas. Como un sol en su cenit en un día de verano, me dejaré caer perpendicularmente sobre la abertura de su alma horizontal. Y penetraré sin prisas por su sonrisa vertical.

Como un rayo de luna agonizante, mi cuerpo lamerá su niñez y sus sonrisas, sus cóleras y sus mentiras, sus tristezas y sus lágrimas. Y, en mi sueño, dejaré que me posea como la primera vez que nos amamos.

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Al rosal de mi jardín le han salido las espinas. Y los gallos tienen crestas y duros picos las palomas. Pero ¿qué son el rosal sin las espinas, los gallos sin la cresta y sin picos las palomas?

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Ahora que la lucidez ha vuelto en mí, escribiré, antes de que pueda perderla de nuevo, lo que quiero y siento para que no se me olvide y pueda, en adelante, recordarlo.

Pienso seguir haciendo el amor con ella con todas las fuerzas que corren por mis venas de meteco. Es como un duelo a muerte donde cada cual se olvida de defender lo suyo porque ya no hay fronteras ni murallas. Le arranco quejidos de gozo mientras ella retuerce su cuerpo y sus besos retienen mis aullidos salvajes. Cuando uno de los dos se agota, descansamos para volver a comenzar otra vez, aunque sea con la imaginación. Y, con nuestros repetitivos pero siempre nuevos actos amor, intentamos anular nuestras potencias de egoísmo hasta ser incapaces de odiarnos.

Antes de que todo mi cuerpo penetre de nuevo en su alma, encarnándome en un ángel sin alas procedente de un lugar en donde todo es cielo o infierno, donde todo sube, baja y vuelve a subir de la tierra al infierno y del infierno al seno de los justos, sin que nadie ose pararlo, controlarlo, o frenarlo con sus preguntas; antes de que el verbo se haga carne en un acto supremo de comunicación directa, y de que sus pechos se llenen de leche que alimenten bocas que habrá que enseñar a hablar y a defenderse de los lobos‑palabras; antes de que mi alma, o lo que quede de ella, se mezcle con la suya en un espasmo de locura, formando un solo sentimiento indefinible e indescriptible; antes de que mis huellas se borren sin dejar rastro; antes de volver a ser carne de su carne y sístole de su diástole..., declaro contra el viento, mi único testigo, que volveré a mi isla acompañado de mi amada y buscaré en ella mi infancia y mi pasado.

Quiero saber quién soy, de dónde procedo, por qué salí de mi entorno.
Intuyo que un día no muy lejano llamaremos las cosas por sus nombres verdaderos y nos reiremos de las palabras‑tópicos porque ya no tendrán sentido y serán como piezas inservibles en un cementerio de vocablos huecos.

Presiento que un día este amor que he descubierto dejará de esclavizarnos porque ya no precisará de manos, ni de ojos, ni de labios, ni de sexos ni de léxicos. Será un contacto directo, una presencia, un conocimiento. Y prescindiré –como ella siempre ha desechado– todos los espejos, que desfiguran la verdadera imagen, y todas las palabras y vocablos, deformadores de la propia realidad.

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Mi puerta sigue entreabierta. De vez en cuando, cuando ella está conmigo, me pide que la cierre. Acostumbrada a vivir en su casa, bien resguardada de extraños y alejada de peligros inminentes, para ella, cerrar la puerta es un acto instintivo de autodefensa que le permite abrirse a mí. Sólo, conociendo sus temores y respetando sus recelos, accedo a sus deseos.

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Al fin, mi amada se lo ha contado a su madre, mi matrona: “Dentro de una semana, nos vamos a su isla”.

La noticia ha desencadenado una ola de incomprensión y rechazo entre los suyos. Mi madre política se ha resistido a desembarazarse de su hija, mi amada. Le ha advertido que la vida no será como siempre la ha encontrado a su lado. Y le ha confesado que mi isla está muy lejos, demasiado para vivir sin ella.

Luego, tras haber reflexionado calmamente, ha comprendido que no puede hacer nada contra los deseos de su hija, al fin y al cabo, casada, según sus deseos, con un meteco. Pero no ha querido cortar definitivamente con su hija y nos ha pedido que, al menos, le mandáramos un número de teléfono para cualquier imprevisto o necesidad urgente. Al mismo tiempo, nos ha rogado que aceptáramos una pequeña ayuda para desenvolvernos las primeras semanas. Y ha puesto en nuestras manos una cantidad gracias a la cual viviremos varias semanas sin graves preocupaciones ante los problemas con los que podemos topar.

(Próximamente: Capítulo III. De retorno a mi isla)

jueves, 11 de marzo de 2010

La despedida.

Al fin, mi amada se lo ha contado a su madre, mi matrona: “Dentro de una semana, nos vamos a su isla”.

La noticia ha desencadenado una ola de incomprensión y rechazo entre los suyos. Mi madre política se ha resistido a desembarazarse de su hija, mi amada. Le ha advertido que la vida no será como siempre la ha encontrado a su lado. Y le ha confesado que mi isla está muy lejos, demasiado para vivir sin ella.

Luego, tras haber reflexionado calmamente, ha comprendido que no puede hacer nada contra los deseos de su hija, al fin y al cabo, casada, según sus deseos, con un meteco. Pero nos ha pedido que, al menos, le mandáramos un número de teléfono para cualquier imprevisto o necesidad urgente. Al mismo tiempo, nos ha rogado que aceptáramos una pequeña ayuda para desenvolvernos las primeras semanas. Y ha puesto en nuestras manos una cantidad gracias a la cual viviremos varias semanas sin graves preocupaciones ante los problemas con los que podemos topar.

(Mañana: Recopilación del capítulo II. El potro salvaje.)

miércoles, 10 de marzo de 2010

A puerta cerrada.


Mi puerta sigue entreabierta. De vez en cuando, si ella viene conmigo, me pide que la cierre. Acostumbrada a vivir en su casa, bien resguardada de extraños y alejada de peligros inminentes, para ella, cerrar la puerta es un acto instintivo de autodefensa que le permite abrirse a mí. Sólo, conociendo sus temores y respetando sus recelos, accedo a sus deseos.
(Mañana: La despedida)

martes, 9 de marzo de 2010

La promesa.

Pienso seguir haciendo el amor con ella con todas las fuerzas que corren por mis venas de meteco. Es como un duelo a muerte donde cada cual se olvida de defender lo suyo porque ya no hay fronteras ni murallas. Le arranco quejidos de gozo mientras ella retuerce su cuerpo y sus besos retienen mis aullidos salvajes. Cuando el uno o el otro se agota, descansamos para volver a comenzar otra vez, aunque sea con la imaginación. Y, siempre con nuevos actos amor, intentamos anular nuestras potencias de egoísmo hasta ser incapaces de odiarnos.

Ahora que la lucidez ha vuelto en mí, escribiré, antes de que pueda perderla de nuevo, lo que quiero y siento para que no se me olvide y pueda, en adelante, recordarlo.

Antes de que todo mi cuerpo penetre de nuevo en su alma, encarnándome en un ángel sin alas procedente de un lugar en donde todo es cielo o infierno, donde todo sube, baja y vuelve a subir de la tierra al infierno y del infierno al seno de los justos, sin que nadie ose pararlo, controlarlo, o frenarlo con sus preguntas; antes de que el verbo se haga carne en un acto supremo de comunicación directa, y de que sus pechos se llenen de leche que alimenten bocas que habrá que enseñar a hablar y a defenderse de los lobos‑palabras; antes de que mi alma, o lo que quede de ella, se mezcle con la suya en un espasmo de locura, formando un solo sentimiento indefinible e indescriptible; antes de que mis huellas se borren sin dejar rastro; antes de volver a ser carne de su carne y sístole de su diástole..., declaro contra el viento, mi único testigo, que volveré a mi isla acompañado de mi amada y buscaré en ella mi infancia y mi pasado.

Quiero saber quién soy, de dónde procedo, por qué salí de mi entorno. Intuyo que un día no muy lejano llamaremos las cosas por sus nombres verdaderos y nos reiremos de las palabras‑tópicos porque ya no tendrán sentido y serán como piezas inservibles en un cementerio de vocablos huecos.

Presiento que un día este amor que he descubierto dejará de esclavizarnos porque ya no precisará de manos, ni de ojos, ni de labios, ni de sexos ni de léxicos. Será un contacto directo, una presencia, un conocimiento. Y suprimiré –como ella siempre ha suprimido– todos los espejos, que desfiguran la verdadera imagen, y todas las palabras y vocablos, deformadores de la propia realidad.

(Mañana: A puerta cerrada)

lunes, 8 de marzo de 2010

El rosal de espinas.


Al rosal de mi jardín le han salido las espinas. Y los gallos tienen crestas y duros picos las palomas. Pero ¿qué es el rosal sin las espinas, los gallos sin la cresta y sin picos las palomas?

(Mañana: La promesa)