martes, 4 de mayo de 2010

El anciano de barbas floridas.


Los hijos de este siglo, tan astutos como temerosos de sus enemigos, prefirieron entregarse antes que inmolarse y quemar con ellos la ciudad. Y se convirtieron masivamente al Dios verdadero de sus vencedores, adorando, en tumultuosa manifestación, el Arca de la Antigua Alianza. Y el mismo Rey de los hijos de este siglo, sometido desde aquel momento al poder de Yahvé, entregó públicamente sus tesoros a los sacerdotes legítimos del pueblo vencedor. Su templo de mármol y piedras preciosas, habitado por dioses menores, fue morada exclusiva del Dios de Abraham, absoluto y celoso señor que hizo exiliar toda imagen de dioses falsos y purificó con su presencia el oro y la plata. Y quienes se obstinaron en retener a sus ídolos o permanecieron en pie ante el Arca sagrado de la Antigua Alianza, fueron pasados limpiamente a cuchillo.

De esta manera, el pueblo vencedor y el vencido entonaron conjuntamente un canto de acción de gracias y prometieron solemnemente no apartarse del Dios de Isaac para servir a otros dioses. Fue entonces cuando se levantó un anciano de barbas floridas y voz temblorosa y pronunció en hebreo estas palabras:

Vosotros no seréis capaces de servir al Dios de Jacob, que es un Dios santo y celoso; él no perdonará vuestros pecados y, cuando os apartéis de su sombra, sirviendo a dioses extraños, Él se volverá y, tras haberos hecho el bien, os hará el mal y os consumirá.

El pueblo protestó vivamente ante tan vehemente y radical discurso porque estaba en la mentalidad de todos servir a Yahvé por los siglos de los siglos, amén. Pero el santo varón de barbas floridas y voz temblorosa, quien temía las fuerzas ocultas del mal y desconfiaba de las buenas intenciones de los suyos, continuó su discurso:

- Testigo soy de que habéis elegido al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, para servirle, pero ¿quién os asegura que, pese a todos los obstáculos, tretas y confabulaciones, siempre estaréis a su servicio?

El pueblo entero protestó ante la duda, proclamando a grito pelado un solemne “¡Serviremos a Yahvé, nuestro Dios, y obedeceremos su voz!”, que fue dirigido por sacerdotes, satisfechos de haber encontrado la isla prometida, morada segura para el pueblo errante del Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Y el anciano de barbas floridas y voz temblorosa que puso en duda la fidelidad de aquel pueblo murió sin poder terminar su discurso, a la edad de ciento diez años. Muy pronto, sus palabras cayeron en el olvido y la isla fue dividida y distribuida entre nueve tribus y media. Las antiguas murallas fueron reformadas y reforzadas y el mar sirvió de frontera para separarlos del resto del mundo. Aunque siguieron siendo amenazados en todas sus latitudes por sus enemigos, que nunca dejaron de crecer y de acecharlos.

(Mañana: La muralla de los siete círculos)

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