lunes, 10 de mayo de 2010

Entre truenos y rayos, oí la voz de Yahvé.


El pueblo no sólo no quiso creerme –yo era entonces un profeta menor que apenas era escuchado–, sino que intentó apedrearme por blasfemo. Me escabullí como pude y me retiré de nuevo a mi cueva en donde pasé cuarenta días y cuarenta noches de un intenso ayuno durante los cuales tuve la terrible duda de imaginarme que, tal vez, me había equivocado, al interpretar aquel mensaje supuestamente venido de lo alto. Me repetí que, después de todo, yo, al contrario de Moisés, nunca había visto a Yahvé y que la voz que había oído bien pudiera haber sido la de Belzebú.

Cuando, de nuevo, la oí claramente entre rayos y truenos, y me atreví a preguntarle que qué garantías tenía yo de que mis oídos no estuvieran siendo engañados o su voz no fuera trucada, mi atrevimiento fue pagado muy caro, pues no volví a escuchar la voz de lo alto ni volví a ser testigo de sus confidencias.

(Mañana: “Mi infortunado destino”)

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