jueves, 20 de mayo de 2010

En el vientre de la ballena.


No fueron las aguas quienes se apoderaron de mi cuerpo, sin fuerzas para hacer frente a la tormenta, sino un cetáceo gigante, en cuyo vientre pasé un largo lapso de tiempo que duró siglos enteros, durante los cuales, entre otras cosas, medité los pormenores de mi vida, fortalecí mis dudas y debilidades, y recopilé cuantos datos pudieran servirme para la posteridad. Pero, por mucho que lo he intentado, no he logrado todavía descifrar ese blanco que existe en mi memoria desde el momento en que fui engullido entero hasta el momento en que fui vomitado por aquella ballena, lanzándome sobre una playa desierta de un lugar desconocido.

En el seno de aquel cetáceo, pasé días, años, siglos de reflexión y nostalgia, de muerte y recogimiento, de paz y de olvido. Había presenciado muchos sufrimientos, crucifixiones y muertes, pero ninguna resurrección. Y me había casi olvidado de mi traición a Yahvé o del rechazo de su profeta menor cuando, de repente, al volver a pisar tierra firme, me di cuenta del salto abismal espacio-tiempo que había registrado.

En lugar de morir y resucitar, como hizo seis siglos después el profeta Jesús cuyos discípulos, mezclados hoy con el poder, manipularon su historia a su provecho, me había quedado en un estado de letargo durante siglos. El mundo había rodado a mis espaldas. Y yo había perdido la noción del tiempo o, mejor aún, había tomado conciencia de otra vida, no ligada a las vicisitudes de los humanos. Y, lo que me había parecido unos instantes, había durado, en realidad, veintiséis siglos.

(Mañana: Regreso al mundo).

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