miércoles, 19 de mayo de 2010

Tormenta en altamar.


Aquel mismo día conseguí zarpar en una nave mercante griega y, tan pronto como salimos del puerto, recogido al pie del velamen, agotado y sin fuerzas, me quedé sumido en un intenso sueño. Sólo al cabo de varias horas me desperté, zarandeado por un marinero que me aconsejó encomendarme a mis dioses ante la tormenta que amenazaba con hundirnos. Cada cual había implorado a los suyos, la mayoría a Poseidón, para que la desgracia no se consumara y, al ver que yo era el único que no imploraba la ayuda de lo alto, me señalaron como posible sospechoso.

Fue inútil explicarles que mi dios me había abandonado y que no sabía en donde hallarle. Y, comprendiendo que estaba de más en su nave, no tuve opción ni a que echaran los dados de la suerte. Para ellos, era evidente que yo tenía la culpa de que aquella tempestad presagiara la zozobra de la nave. Yo era la carga embarazosa que había encolerizado el corazón de Poseidón, encabritado y furioso. Y me arrojaron, sin más, por la borda.

(Mañana: En el vientre de la ballena)

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